En 2007, Contrato Social por la Educación publicó un libro con el título de esta columna, en el que 20 educadores aportamos diversas respuestas. Hoy retomo la pregunta, a propósito de la gestión del sistema educativo en tiempos de pandemia.

Existe la creencia de que para dar clase basta que el docente se pare frente a sus alumnos (presencial o virtualmente) y exponga un tema que será escuchado y luego repetido a viva voz por ellos. Así estudió mi generación (coreando la Real Cédula de 1563) y lo continúa haciendo buena parte del estudiantado. Pero si pensamos que la pedagogía concreta la ilusión de la educación y nos enfocamos en cómo se aprende, quizá podríamos acortar la brecha de conocimiento que separa a Latinoamérica de otras regiones. Según el Banco Mundial, nos tomaría más de 50 años alcanzar el puntaje promedio en lectura o matemáticas de alumnos en países que integran la OCDE.

Aprender implica cambiar. Conocimientos, prácticas, valores, creencias, actitudes y comportamientos pueden sufrir un cambio que, desde la taxonomía de B. Bloom, incluye varios niveles de razonamiento: conocer, comprender, aplicar, analizar, sintetizar y evaluar. Esto no sucede por azar. Es desde la concepción de los alumnos como sujetos que aprenden, y no de objetos en los que se vacían contenidos (por tradición, ideología o teoría predominante), que los docentes estimulamos su curiosidad, detonamos disonancias cognitivas y provocamos su reflexión en la acción para que “adentro nazcan cosas nuevas”, como cantaba Mercedes Sosa.

Para despertar el deseo de saber, el buen pedagogo prepara sus clases desde los dominios cognoscitivo y afectivo, pensando cuidadosamente cómo abordar los contenidos: ¿qué herramienta utilizo para engancharlos?, ¿cómo exploro qué saben y sienten sobre el tema, para que lo vinculen a sus esquemas previos?, ¿cuál método uso para explicarlo?, ¿con qué recursos aseguro que el aprendizaje sea significativo?, ¿cómo evalúo si aprendieron?

Lo que se busca es generar el reemplazo de certezas inarticuladas por dudas articuladas. Porque es en la disrupción cognitiva cuando los alumnos depondrán supuestos, desnudarán prejuicios y explicitarán sus propias contradicciones, momento que requerirá de docentes comprometidos para acompañarlos en el camino de observarse a sí mismos. Cuenta J. N. Harari la simpática respuesta de un sabio, a quien se preguntó qué había aprendido de la vida: “He aprendido que estoy en la Tierra, para ayudar a otras personas. Lo que todavía no he entendido es por qué hay aquí otras personas”.

Educación… ¿para qué? Para asumir la complejidad y discontinuidades de este mundo dislocado. Para ser flexibles ante lo inesperado y construir respuestas creativamente distintas. Para conocer mejor la condición humana y convivir con otros en democracia. Para darle sentido crítico a la información y prolongar los diálogos argumentados. Para cohabitar con la naturaleza desde una mirada planetaria del género humano. Para ejercer un firme liderazgo en la construcción responsable y ética de nuestro destino. Para aprender a vivir en desconcierto cuando no surjan nuevos relatos de donde aferrarnos. (O)