¿Qué les ha enseñado a las universidades y a los universitarios ecuatorianos la pandemia que estamos sorteando en medio de un rumbo incierto e inseguro? ¿Qué discursos en la universidad se han decantado –es decir, ponderado, equilibrado–, en este detenimiento del mundo, que nos posibiliten privilegiar los asuntos realmente básicos y trascendentes? ¿Qué respuestas concretas pudo dar la universidad ante la inesperada emergencia sanitaria, que es urgencia social? ¿Para qué debe formar y preparar la universidad a los jóvenes que llegan a ella? Pregunto esto porque todavía apostamos para que la universidad sea el lugar del pensar racional (pero cómo se logra esto).

La universidad continúa siendo una institución indispensable para desarrollar conocimiento científico y técnico e innovarlo, pues este apuntala la vida: así lo confirma la labor de los profesionales de la salud, de los ingenieros y arquitectos, de quienes aseguran la producción de bienes de consumo... Quisiéramos mucho más de la universidad –que invente tecnologías, que haga descubrimientos científicos, que señale vías para reducir la pobreza–, pero, para esto, es preciso acordar un compromiso de excelencia que, a su vez, requiere de un respaldo serio de las esferas del poder económico y político del país.

La universidad también abarca las humanidades y las ciencias sociales que dan comprensiones imprescindibles para el funcionamiento óptimo de la sociedad. Cada universidad tiene que seleccionar con responsabilidad los discursos y los saberes fundamentales para el presente y el futuro. Por eso no es dable ya que la educación superior aliente falsas ilusiones, por ejemplo, aquella de que la universidad entrena a los operadores de la revolución social, como pasó hace décadas, cuya consecuencia fueron la ruina y el desprestigio de lo académico. Sin embargo, aún existen convencidos de que las transformaciones mesiánicas deban planearse en las aulas universitarias. Esa postura no entiende que la respuesta al ser de cada uno no está en la universidad; esa búsqueda le pertenece a cada uno. Las corrientes de pensamiento sirven para la función que se desempeñará más tarde, pero aquella individualidad tendrá que vérselas con su propio deseo. Y esto no se aprende en los salones de clase. La experiencia universitaria no es para adoctrinar ideológicamente ni para buscar adeptos para una causa ni para convertir a nadie a una sola teoría; eso es irrespetuoso con el otro. En nombre de trabajar por la inclusión, no debemos propiciar nuevos sectarismos que alientan nuevas falsas ilusiones.

La filósofa española María Zambrano, en Hacia un saber sobre el alma (1950), afirmó: “La historia de la criatura humana partiendo del horror del nacimiento es una lucha entre el desengaño y la esperanza, entre realidades posibles y ensueños imposibles, entre medida y delirio. Pero, a veces, es la razón la que delira”. Es imperativo, pues, contener los delirios que podrían menoscabar la función pluralista de la universidad. Zambrano dijo que “la razón se ha embriagado” para indicar que muchas veces, con el pretexto de impulsar acciones a todas luces justas e ineludibles, se agazapan nuevos fundamentalismos intoxicados en una borrachera. (O)