Un día, en medio de la horrorosa pandemia, la gente salió de sus casas y se congregó en las calles, gritaron de indignación, caminaron, se enfrentaron a la policía, hubo violencia, saqueos, heridos, cuerpos que de repente estaban en medio de una fiesta o de una pesadilla, de una emoción muy parecida al despertar y a la euforia, a un dolor rabioso y emancipador. Así es la lucha social, algo extraordinario, y luego viene el desánimo, la resignación y la decadencia. Y hay muchos tipos de decadencia. Carlos Monsiváis sintió y redactó esas carencias y glorias en su poema “Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (Aullido) de Allen Ginsberg”, donde explica lo que sucedió con las mentes de su generación.

Viviremos, sin embargo, el aquí y el ahora. Este aullido actual, que en el fondo fue un grito desesperado, un ruego, una falta de aire que se desbordó, una garganta y una voz aplastada por una rodilla, y también por una cultura, un sistema jurídico y una forma de poder político y económico. De un día para otro, el nombre de George Floyd se convirtió en una proclama, en un hartazgo, en una piedra lanzada contra las fuerzas del orden, en una coreografía de cientos de personas en los parques, tapadas con mascarillas la boca. Murió, cuerpo de piel negra, el 25 de mayo de este año terriblemente inolvidable en la ciudad de Minneápolis, asesinado por un policía blanco. En sus últimas palabras invoca o quizá visualiza a su madre, y durante esos últimos instantes, que quedaron grabados en video y audio, alude a una sensación que encarna lo que ha sido para miles y miles de personas alrededor del mundo la pandemia del coronavirus: “No puedo respirar”.

Lo cierto es que George Floyd, hombre negro, oprimido por una rodilla y un sistema y una Historia, tuvo en su cuerpo el virus que provoca el COVID-19. Lo tuvo en abril y sus últimos resquicios se mostraron, una vez más, en la autopsia que se le realizó tras su asesinato. Nada tuvo que ver el virus, sin embargo, con su muerte ni con la falta de aire en su sistema respiratorio. Y eso también lo ha determinado la autopsia. George Floyd, su cuerpo, su sistema inmunológico, superó la pandemia que ha diezmado al país más rico de la tierra. Murió por la brutalidad de un policía. Murió por la indolencia de una clase política que nada ha hecho por erradicar el racismo. Murió víctima de una situación de extrema violencia, practicada en su contra por la fuerza de una piel blanca.

Una piel blanca deseada y soñada y evocada por los mestizos de mi país, que la idealizan y que la quieren en su cuerpo. La indignación por la muerte de George Floyd, quizá, tiene distintos rostros en el mundo. No sólo que ha conmocionado a los Estados Unidos, y que ha motivado protestas en ciudades europeas como Londres y Berlín, sino que se convierte en una metáfora de aquello que está detrás de esta pandemia: todas las otras pandemias que, sin tanto horror, hemos normalizado. El blanqueamiento, muestra inapelable de ignorancia y autorrechazo, es la aspiración más alta de los ciudadanos tributantes de mi patria, que creen quizá descender directamente de unos cuantos delincuentes, tripulantes de las carabelas de Colón, y que, en un ejercicio de ficción aburrida, jamás habrían tenido, a lo largo de siglos, cruce con los pueblos indígenas de América toda.

La última vez que se impuso un estricto toque de queda en la ciudad de Nueva York fue en 1943, hace 77 años, durante los disturbios de Harlem. Ni en los más dramáticos días de la pandemia se tomaron medidas tan drásticas para suspender el derecho a la libre movilidad. Curiosamente, esa anterior ola de protestas empezó después de que un policía blanco disparara contra un soldado afroamericano. Todo, despiadadamente, retorna. Más aún cuando nada ha cambiado. Más aún cuando el presidente de los Estados Unidos, en su vehemencia payasa y odiadora, amenaza con disparar a quienes en sus protestas cometan saqueos. Hay imágenes de la Casa Blanca, como si fuera un palacio presidencial latinoamericano, con las luces apagadas y tras el humo de los gases lacrimógenos, mientras su huésped rugía de rabia en el bunker.

La experiencia, en el aquí y el ahora, entonces cobra tintes metafísicos, ya no sólo políticos. De repente, ya no tenía sentido quedarse en casa, seguir los estrictos protocolos de bioseguridad, el pavor al contagio. No era tanto el coronavirus la amenaza contra la vida de millones de cuerpos, sino otro tipo de violencias, tristemente humanas. ¿De qué sirve, se preguntará George Floyd, superar una pandemia cuando la vida te la quita un policía blanco, sólo porque tú eres negro? ¿Y qué era, entonces, la Justicia? Una máquina de respiración para blancos, fundada simbólicamente el 4 de julio de 1776, por los hombres más ricos, más lúcidos y más valientes del nuevo mundo, los padres revolucionarios que inspiraron la creación de tantas naciones incluidas la mía, los luchadores infatigables que consagraron para los blancos los inalienables derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. El derecho a matar y a oprimir (la rodilla blanca contra el cuello de tantos colores). El derecho definitivo a respirar. (O)