Estados Unidos arde. Ha pasado más de una semana desde que el mundo presenció la muerte de George Floyd, un afroamericano en custodia de la policía, espectáculo que se nos ha hecho tristemente rutinario. Sin embargo, algo aquí fue distinto. Quizá fue la agonía que exhibió durante los nueve minutos que su tráquea fue estrujada por una rodilla, o quizá el hecho de que haya gritado por su mamá antes de morir, o puede que haya sido el rostro de su asesino, quien a pesar de saberse filmado desde cinco ángulos nunca mostró preocupación mientras le arrancaba la vida a otro ser humano. Sea cual haya sido la razón, esta vez fue diferente y ahora Estados Unidos arde.

El asesinato de George Floyd ha revivido uno de los argumentos más viejos de los apologistas del statu quo. “No todos los policías son malos y no todos los blancos son racistas”, nos consuelan. El sistema está bien, solo se trata de extirpar “unas pocas manzanas podridas”. La narrativa es atractiva, ya que evita admitir la necesidad de reformas radicales a la vez que preserva nuestra inocencia. El racismo es un problema “de ellos”, nunca “mío”. Las manifestaciones más extremas del racismo, como el asesinato de Floyd, repugnan tanto la moral de la persona promedio que su mente se rehúsa a considerar la posibilidad de que sus acciones cotidianas puedan contribuir en algo tan horroroso. Preferimos creer que el “racismo sistémico” es un cuco de izquierdas y de “progres”. Sin embargo, la evidencia de su existencia en Estados Unidos es abrumadora.

Un estudio realizado por Marianne Bertrand y Sendhil Mullainathan, por ejemplo, reveló que personas con típicos nombres afroamericanos tienen 50 % menos probabilidades de ser contratadas que personas blancas con una hoja de vida idéntica. Igualmente, un estudio conducido por el Departamento de Educación Americano indica que los niños negros son expulsados o suspendidos tres veces más frecuentemente que sus compañeros blancos por exactamente las mismas faltas. A nivel judicial, las personas de raza negra estadísticamente tienen 20 % más probabilidades de ser condenadas a prisión y sus sentencias son en promedio 20 % más largas que las de sus contrapartes blancas por las mismas infracciones. Del mismo modo, es dieciocho veces más probable que un joven negro en Estados Unidos sea sentenciado como un adulto que un joven blanco por los mismos delitos. Las estadísticas y estudios podrían fácilmente multiplicarse. El problema del racismo en Estados Unidos no es un problema de unas pocas “manzanas podridas” en los departamentos de Policía, sino que Adam Smith diría que aquí hay “una mano invisible”, donde los actos (a menudo inconscientes) de un sinnúmero de individuos ordinarios que no se ven a sí mismos como racistas acaban conjuntamente creando un sistema donde una raza está subordinada a otra.

Es hora de que Estados Unidos y el mundo pierdan su inocencia. Es hora de que dejemos de pensar que los problemas raciales, incluidos los del Ecuador, son siempre problemas “de ellos” y nunca “míos”. Hasta que esa realidad no sea aceptada no podrá haber cambio. Es hora de enterrar el mito de las manzanas podridas. (O)