La primera operación subterránea del metro de Nueva York ocurrió el 25 de octubre de 1904. Treinta y cinco años antes habían empezado las operaciones elevadas. Cuenta con 28 líneas, 472 estaciones y más de 396 kilómetros de rutas. Además de ser uno de los sistemas de transporte ferroviario urbano más grandes de la Tierra, el de Nueva York también era el metro que no dormía nunca. No sé cuantas veces lo tomé en la madrugada para volver a mi casa después de alguna fiesta. En una o dos ocasiones me quedé dormido y me pasé de la parada. Sé de un poeta chileno que, en esos trances, fue a parar a la estación de Coney Island, frente al mar. Yo creo que en estos días el insomnio es la imposibilidad de los sueños. Desde el miércoles pasado, y por primera vez en sus 115 años de historia, el metro de esta ciudad dormirá desde la 1 a las 5 de la mañana.

A veces pienso en el futuro. No como lo hacía antes, en el mundo que teníamos previo al virus. Este virus que decenas de empleados municipales, muchos latinos, combatirán con desinfectantes en el metro durante las madrugadas. Hoy pienso en el futuro con temor. ¿Nos podemos limpiar la incertidumbre? Hay madrugadas en que no puedo conciliar el sueño y me dedico a ver películas o series. O simplemente a exorcizar el pensamiento. En esas ocasiones me suele agarrar la ira y la tristeza, sobre todo con las noticias. El gobierno del Ecuador, contra su constitución, ha recortado en más de 100 millones el presupuesto para la educación superior. Incluso ha suprimido el bachillerato internacional. No tengo palabras para expresar la rabia y el asco.

En esas noches, en que todo es tan confuso, me he preguntado si cuando Fred Ebb escribió la canción New York, New York, inmortalizada por Frank Sinatra, podía escuchar en su memoria el sonido apabullante de los trenes ingresando a los andenes, como un temblor. Es o era una conmoción del viento. Siempre había gente en las plataformas, observando las ratitas. ¿Será que Fred Ebb o Frank Sinatra tomaron el metro de Nueva York en la madrugada? La canción, en todo caso, está llena de imágenes: los periódicos al amanecer, los zapatos que recorren y se pierden en las calles, el deseo de vivir en una ciudad que nunca duerme. El deseo de triunfar en la urbe del insomnio.

He recordado que el poeta Jorge Carrera Andrade vivió aquí un periodo corto, cuando fue profesor de Stony Brook. En uno de sus poemas dice: “Nueva York muestra en la sombra/ sus escaleras al cielo.” ¿Se refiere, acaso, a las sombras o siluetas de las ratitas a contraluz? ¿Son las noches oscuras del alma? ¿La imposibilidad de ver hacia delante? Había nacido Carrera Andrade en un Ecuador tan precario que, para regalarles un poco de futuro, a los jóvenes inquietos les enviaban a misiones diplomáticas. Los lanzaban al mundo para que aprendieran lo que la educación nacional no era capaz de enseñarles. A sus 27 años (esa edad difícil), en algún paraje de Europa, el joven poeta conoció a Gabriela Mistral. Ella prologó su libro Boletines del mar y de la tierra. Ambos, hoy lo recuerdo, ejercieron la enseñanza. ¿Enseñaré literatura, como era mi deseo, pese a esta crisis y a esta rabia?

He visto en los bordes de los ojos de mi madre los rastros de sus insomnios. Son líneas sobre la piel, surcos delgados y diminutos como rieles. Todas esas noches que no durmió pensando en cómo, carajos, le iba dar un futuro a su hijo. Yo creo que en sus sueños no se imaginó que el guagua le había salido poeta. ¿Hay futuro en un poema? ¿En quien lo escribe? ¿En quien lo lee? ¿Será sin timón y en el delirio? Mientras el Estado ecuatoriano, con sus recortes, les arranca el porvenir a generaciones de niños y jóvenes, algunos de sus funcionarios recorren el país gesticulando sonrisas de campaña. ¿Pueden dormir? Con traje de luces y movimientos audaces, estos perversos se toman fotos en el ruedo de los desfavorecidos, ofreciendo a las familias de los muertos y los enfermos las limosnas de una República saqueada por corruptos. ¿Qué piensan en esas madrugadas cuando no duermen? ¿Qué sonidos escuchan? No se dan cuenta, los ridículos, que son flojos de remos y tienen hechuras de mansos, es decir, son inservibles.

A mí no me gustan los insomnios, quizá porque me gustan los sueños. Es extraño el mundo de lo onírico, porque también está lleno de sombras y escaleras que van al cielo. Más que la de Frank Sinatra, la versión que amo de New York, New York es la interpretada por la actriz Carey Mulligan en la película Shame (2011), del director Steve McQueen. No puedo olvidar la lentitud e intensidad con la que Mulligan canta: es como si su voz hubiese vuelto del futuro. Quizá esa voz, para cantar esa canción, vio la caída inevitable de Nueva York, su derrota, el fin de su sueño y su delirio. ¿Quedará algo del metro? ¿Los vagones de mi adorada línea Q? Esa voz bien sabe quienes de nosotros perecerán o sobrevivirán. Y sabe, además, que ya somos ruinas de sueños. Mi universidad me ha enviado un birrete por correo. Pronto seré un máster, un desempleado, un joven escribidor envejecido. Llegué a esta ciudad y sentí que ascendía a la cima de sus rascacielos. Y la capital del mundo me hizo caer, una y mil veces. No era tanto la voluntad de subir lo que contaba, valía más la resistencia, el calor humano, y la levedad. En poco más de un mes haré maletas y me iré. (O)