Nueva York sigue siendo el epicentro de la pandemia. El martes pasado, por primera vez en casi un mes, fui al supermercado, a la farmacia, a las calles. Debo recordar que Brooklyn es más que mi cuarto, mi cama, mi computadora. Ya se pueden ver las hojas en las ramas de los árboles. La primavera, sin embargo, es tan distinta a cómo la imaginé. Todo, en este año, ha sido impredecible. Una ciudad ha desaparecido del planeta. Quiero decir: el número de víctimas mortales de esta pandemia podría ser similar a la población de una ciudad mediana. Una ciudad apagada. Arrasada. Desaparecida.

Pienso en eso y escucho, muy hondo en mi memoria, la voz de Mercedes diciéndome: “Tantas veces me borraron/ tantas desaparecí./ A mi propio entierro fui sola y llorando./ Hice un nudo del pañuelo pero me olvidé después/ que no era la única vez/ y seguí cantando”. Yo no sé que fue lo que pasó, ni por qué estos últimos años, sobre todo en esta ciudad, escucho tanto a Mercedes Sosa. Tal vez la vida me estaba preparando para las pesadillas. ¿Sobreviviré? Sí, ese es mi deseo. Quiero seguir vivo y terminar de escribir mi novela.

Carlos Arcos Cabrera se preguntaba hace poco si la lucidez y las palabras sirven de algo. Yo mismo, desde que todo esto empezó, he tenido esa duda. Hace un año, con la llegada de la primavera, descubrí una felicidad inmensa, que no conocía, que tiene que ver con el cuerpo, con el calor, y con la música. Un verano en Nueva York fue la carta de amor de Justi Barreto a la ciudad que consideraba “lo más lindo de este mundo”. Probablemente la versión más famosa de esta canción es la de El Gran Combo de Puerto Rico. La escuché por primera vez, con la consciencia de su letra y su música, en el Caribbean Social Club, o Toñita’s, como le decimos los latinos. El bar bailable que dirige María Antonia Cay, Toñita, en el local 244 de Grand St., del barrio de Williamsburg. El último templo de la salsa en Nueva York.

Hoy, aquellas noches en Toñita’s, son como reminiscencias de otro siglo, de otro país. En los más brutales días del invierno, al abrirse la puerta del bar, lo primero que se sentía era un golpe de calor en el rostro. Luego la música. Sobre sus visitantes se puede decir lo mismo que se dice sobre quienes peregrinan a la India: hay dos tipos de personas que acuden a Toñita´s, los que van una vez y no quieren volver, y los que nunca más se quieren ir. Idilio, en la voz de Willie Colón. Chan Chan, del Buena Vista Social Club. El arroz con pollo en la madrugada.

Siempre supe que iba a escribir sobre Toñita’s y la salsa. Sobre la experiencia metafísica, liberadora, festiva. Sobre la memoria musical de un continente precario y una migración heroica que resistió durante décadas. Nunca pensé que iba a ser de esta manera. Éramos el olor de tantos cuerpos. Los ritmos. Las cervezas Corona o los tequilas. La rocola y las canciones de un dólar. El aire helado en el patio de fumadores. Le mesa del billar. La mirada desafiante de Winston Churchill, cargando una metralleta. Éramos el verano, pese al frío. La lengua de todos los rincones de América Latina, con sus tonos y acentos. Éramos el sudor. El miércoles pasado entregué mi trabajo de grado. Mi graduación, que será en mayo, ocurrirá en una pantalla de computadora. No sé cuando volveré a Toñita’s. No sé cuando volveré a bailar salsa, cuerpo a cuerpo. Éramos el deseo. Espíritus jóvenes. Respiración agitada.

No sé si la pandemia ataca, con especial rigor estadístico, a los mayores. Quizá la pandemia nos está haciendo a todos drásticamente más viejos. El hecho de envejecer implica, inevitablemente, fragilidad. Quizá algo de lucidez y temple. A las 4 de la mañana Toñita cerraba su bar. Personalmente apagaba la música y sacaba a todos a la calle. Sonriente o furiosa. Verano o invierno. Éramos jóvenes. Cada vez me convenzo más de que sí tienen sentido las palabras. El baile. La música. Escribir. Recordar intensamente el tono y la energía de las voces que se apagaron. Llegará un día en el que pueda, como Justi Barreto, escribir mi carta de amor a Nueva York. Cuando vine a vivir en esta ciudad desconocía que no era el amor sino el resistir al horror lo que nos ata a los lugares. Tampoco sabía que durante esas noches en Toñita’s, al ritmo de la salsa y la felicidad, ya éramos un poco más viejos. (O)