Hay dos argumentos centrales utilizados por el Gobierno ante las críticas generadas respecto de su gestión ante la pandemia, refiriéndose el primero a la necesidad de sumar en estos momentos todos los esfuerzos posibles antes que coleccionar enojos y críticas, mientras que el segundo menciona el hecho de que el colapso y desborde ha sido general en todas partes y que por lo tanto ningún régimen ha estado preparado, posición que aceptó el presidente Moreno al resumir “ningún gobierno en el mundo estuvo preparado”.

Esos argumentos convertidos en excusas no tienen, sin embargo, sustento real al apreciar las imprevisiones e improvisaciones que se han acumulado por parte del Gobierno y cuyo resultado trágico es el acercamiento a un número más real de fallecidos de acuerdo con la información proporcionada por un funcionario del régimen, miles de muertos en solo la primera quincena de este mes, cifra que de confirmarse colocaría al Ecuador entre los países con mayor número de fallecidos en el mundo y ciertamente con una de las mayores tasas de mortandad a nivel global. Al respecto existen opiniones de estudiosos de la curva de contagios que advierten con claridad que la cuarentena, al menos en el caso de Guayaquil, se impuso de forma tardía aun reconociendo las limitaciones derivadas del comportamiento social, a lo que se suma la tesis de que el número tan alto de fallecidos tiene una relación directa con el limitado número de camas hospitalarias disponibles en la ciudad.

Claro, ahí sale el presidente para insinuar que nadie estaba preparado para afrontar la pandemia, criterio que es cierto en parte pero al que se puede agregar la consideración de que aun dentro de la falta global de preparación, nosotros estábamos dentro del grupo de los más ineficientes e improvisados. Con el debido respeto al gobernante, es que acaso no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que la pandemia podría golpear con inusitada dureza a la región y que, por ende, se necesitaba contar al frente del Ministerio de Salud con un profesional con el conocimiento mínimo en epidemiología, con la visión de prever, planificar y proyectar de alguna forma el impacto demoledor que podría tener la pandemia en una población desprotegida y desvalida, para cuyo efecto se podrían haber destinado importantes recursos, no ahora cuando tenemos la fatídica sombra de los miles de muertos, sino a principios de febrero cuando con un elemental sentido común se podía colegir que con la aparición de los primeros infectados en España, en corto lapso aparecería el virulento virus en nuestro país.

Claro, a estas alturas lo hecho, hecho, pero lo no hecho también cuenta. Todos vamos a apoyar las iniciativas oficiales que permitan luchar contra la pandemia, sin perjuicio de criticar la falta de eficiencia estructural de las medidas económicas lideradas por un ministro con poco rumbo y oficio. Pero de alguna forma hay que enfatizar la idea de que el atenuante esgrimido por el régimen –“nadie en el mundo estaba preparado”– suena a lamento tibio cuando en realidad es desaprensivo y sórdido. Y no es que la memoria de los miles de fallecidos necesite descargar responsabilidades, pero tampoco que se la aligere tan burdamente (O)