Porque el rencor hiere menos que el olvido. Lo asegura el valsecito y lo confirma el caso Sobornos 2012-2016. Que el nombre real es el Arroz verde de Zurita y Villavicencio, o que debería llamarse ‘Bochornos’ –según P. Granja–, lo cierto es que funcionarios, exfuncionarios, jueces, secretarios, asistentes, asesores, empresarios, abogados, testigos y demás implicados, aparecen como protagonistas de un reality en que el ganador será quien resulte el más odiado o el menos olvidado, que es casi lo mismo.

Tal como lo devela el caso Sobornos, los humanos otorgamos racionalidad a nuestras emociones en un vano intento de conservar la ilusión de la realidad. El filósofo y biólogo chileno Humberto Maturana señala en varios textos que hay seis emociones básicas que pueden afectar la conducta inteligente, restringiendo nuestra visión sobre el mundo; por lo tanto, la objetividad siempre estará entre paréntesis. La alegría (risa), la tristeza (pena, llanto), el enojo (ira, rabia, agresión), el miedo (angustia, terror) y dos formas de amor (erotismo y ternura) pueden cambiar nuestro razonamiento y nuestro ser porque la misma emoción se vive con distintas acciones: “será distinto (…) la forma, el ritmo, el grado de tensión muscular, la expresión de la cara, la actitud del cuerpo”. Nadie se escapa de la trama.

Una y otra vez los ecuatorianos volcamos la mirada hacia redentores que prometen acabar con la corrupción, el desempleo, la inseguridad y la pobreza. Necesitados de la subyugación que nos anuda a estos mesías, les creemos devotamente. Más tarde, cuando nos integramos a la masa de creyentes, perdemos racionalidad y nos fundimos –y confundimos– con ella, en claro ejercicio de anonimato. Desvanecido el cuestionamiento moral, aprenderemos a odiar, alentados por el jefe de la tribu. Así, un discurso incendiario, un insulto grave, una propuesta provocativa (subsidios, federalismo, flexibilidad laboral) podrían derivar en la acción violenta de una masa sin reserva crítica. M. Vargas Llosa sostiene en La llamada de la tribu (2018) que “el espíritu tribal, fuente del nacionalismo, ha sido el causante, con el fanatismo religioso, de las mayores matanzas en la historia de la humanidad”.

La atracción por la violencia hacia los otros no se distingue, frecuentemente, de la violencia contra sí mismo. La fascinación que esta produce “muestra y encubre a la vez con su pantalla la relación más íntima de cada sujeto con la pulsión de muerte, ese oxímoron que reúne en un mismo punto la fuerza de la vida y su propia destrucción”, puntualiza M. Bassols en Clínica del odio y la violencia (2016). Es decir, las relaciones de amor son también las de odio, se admiten y se rechazan; ambas se fundan en el lenguaje y son el anverso y reverso de la misma moneda. Ambas, también, están selladas en la infancia, cuando amando a quienes complacían nuestros deseos y rechazando a quienes lo impedían, se instala en cada individuo un ‘odio primordial’. Bien lo expresa la extraordinaria escritora Joyce Carol Oates en una entrevista con The New York Times: “El amor combinado con odio es más poderoso que el amor. O que el odio”.

El odio, la agresión, la destrucción y la crueldad surgen cuando no aceptamos a ‘otros’ como legítimos, sea por sus ideas, credo, valores, etnia, género o por alguna particularidad que los ubique como diferentes. Incluso la tolerancia, en una interesante acepción de Maturana, es una ‘negación postergada’. Lo ilustra con el fin del conflicto en Irlanda, que no hubiera podido solucionarse sin un acto declarativo que sacara a las partes en juego del espacio religioso donde se anclaban sus creencias: “Las premisas fundamentales de una ideología o de una religión se aceptan a priori y, por lo tanto, no tienen fundamento racional”.

Si queremos fortalecer la frágil democracia ecuatoriana en tiempos de calentura política, son los sentimientos de amor al país –respeto, cooperación y confianza– los que deberían convocarnos hacia acciones consensuadas; no los de la horda primitiva. Apoyemos propuestas de líderes y organizaciones de probada y honesta trayectoria, exijamos elecciones transparentes, seamos parte de veedurías ciudadanas, participemos en voluntariados. ¡Hay tanto por hacer! Y si nos encontramos en un estado de ‘remezón emocional’, hagamos una pausa reflexiva antes de actuar. ¿Es pedir demasiado? (O)