Ante el café más suntuoso de Viena los turistas hacemos fila porque leímos que el Café Central era frecuentado por artistas, y creemos que entre sus coloridas bóvedas, con la panza llena de pasteles cremosos y café divino hallaremos el alma de la ciudad. Pero como sucede en cada rincón del mundo invadido por el turismo de masas, los locales lo rehúyen y si su magia pervive es, como los zombies, en el cuerpo muerto de la memoria.

El mapa de una ciudad está trazado por las historias de sus vivos y sus muertos; sus caminos fueron, son y están en construcción, interminablemente. Visité algunos cementerios en Viena, y en esos nombres exóticos de nobles y pobres, comerciantes y escritores, madres y abuelos fui imaginando la historia de esta ciudad. Entre las lápidas apiñadas del cementerio judío, en la más absoluta soledad y silencio, descubrí, aterrada primero, después enternecida, a una familia de bambis viviendo apaciblemente entre los muertos...

Apaciblemente viven también los vieneses entre parques y calles, tiendas, cafés y tranvías. Hasta en el tráfico y las estaciones de metro atestadas van danzando en lugar de atropellarse como en Roma, París o Berlín. Y además está esa música callejera, esa colorida sinfonía de lenguas: húngaro, ruso, búlgaro, español, árabe, alemán vienés, rumano, bosnio, inglés…

Nunca he visto reunida en un solo lugar a tanta gente amable y atenta, de esas que ceden el asiento a quien más lo necesita sin esperar siquiera a que se lo pidan. ¡Y esa naturalidad para interactuar con conocidos y extraños! Alemania del Este me ha vuelto parca y desconfiada, acostumbrada a que casi nadie vea nada ni a nadie. Rostros marcados por la amargura o la timidez, fruto de la guerra, la postguerra, la Stasi, el colectivismo forzado, el individualismo protestante, el materialismo, qué se yo. Quizá es miedo, desilusión, soledad. Lo cierto es que me he sentido tan torpe en estas semanas pasadas en Viena, oxidadas mis fórmulas de cortesía, moribundo mi talento latino para la charla espontánea, para jugar y reír con niños ajenos. Qué belleza este día a día de gente dispuesta a mirarse a los ojos, a enternecerse con un bebé desconocido, predispuesta a sonreír y ayudar. Y no es la confianza cómoda de la gente desconfiada que solo se siente bien entre los suyos, entre los de su clase y su lengua, no. Fui testigo, en carne propia y en los testimonios de otros extranjeros, de una ternura humana que va más allá de lo accesorio: el color de la piel, la religión, el idioma.

Me enamoré de Viena. No por sus edificios pomposos y sus aires aristocráticos (ni arrastrada visitaría los museos de Sisi). Me fascinó su gente de a pie, el Wiener Melange (expreso con leche y espuma) y el Strudel de manzana o requesón, baratos y deliciosos en cualquier café de barrio. Pero lo más bello de la vida vienesa es su vocación social y democrática. Por un lado está el Opernball de la Ópera Estatal, el “evento social del año” donde artistas extraordinarios interpretan Offenbach, Mozart, Puccini o Verdi, y como en el quinceañero latinoamericano debutan chicas y chicos (pero aquí mayores y bailando Strauss). Lo principal es, sin embargo, el baile de gala abierto a todos los asistentes que han pagado mucho dinero para codearse con ricos y famosos al ritmo de vals, jazz y pop mientras beben champán hasta la madrugada. Pero esa mismísima noche, la magnífica Alcaldía de Viena abre sus puertas para la gala de los refugiados donde suena música africana y austríaca, siria, bosnia y afgana, y los asistentes gozan de eso que hace de Viena la grandiosa ciudad que es: su diversidad. Diversidad que, por cierto, existió siempre, desde las épocas del Imperio Austrohúngaro que cobijó a tantas etnias y se tradujo en fascinación e inclusión de lo exótico. No existiría el arte austríaco, desde Mozart hasta Klimt, sin la influencia de Oriente.

Embriagada de esa euforia de romance naciente (antes de empezar a notarle a Viena sus defectos), qué triste fue enterarme entonces de que en mi Alemania adoptiva otro enfermo de odio había salido a matar “extranjeros”. Y esto a meses de que uno intentara entrar a una sinagoga para aniquilar a tantos judíos como pudiera… ¿Por qué existe tal xenofobia, racismo, antisemitismo, islamofobia? ¿Cómo controlar la difusión de ideologías nefastas y absurdas teorías de la conspiración? ¿Qué nos vuelve propensos a abrazar tal odio y actuar bajo sus órdenes? Tanto el noruego Breivik como los recientes asesinos alemanes tienen en común su aislamiento social, su megalomanía y su misoginia nacidas de la inseguridad y baja autoestima típicas de hombres sin vínculos afectivos. Volveré a Alemania con la ternura y solidaridad que bebí en las calles de Viena. A fin de cuentas, los que hacemos un pueblo somos nosotros, los que allí nacieron y los que hemos llegado. (O)