Nueva York es el escenario de todo tipo de ceremonias, antiguas y nuevas. De los ritos de la música. De los cuerpos que, ya sea en el frenesí del verano, y la invernación del frío, celebran su estar en el mundo. Sabía sobre Freddy Larrosa desde hace muchos años, gracias a la admiración que Felipe Oviedo le profesa, pero jamás había podido escuchar su música. La cita ineludible llegó la noche del sábado 8 de febrero, en la galería Issyra Art de Hoboken, New Jersey. Era una presentación de su álbum Children of the Light. La noche, que en todo sentido fue una ceremonia, comenzó con la apertura del músico boricua Fernandito Ferrer.

A veces no somos conscientes de cómo ciertos sonidos o ciertas voces están guardadas muy profundo en la memoria, muy adentro de la vida. Y los sonidos, tan viejamente conocidos, del rondador, la quena, el charango o el bombo, que de pronto flotaron por todo el espacio de la galería, me hicieron consciente de que la música que se guarda adentro es, milagrosamente, nuestra energía. Cuando Freddy Larrosa subió al escenario y comenzó a tocar y a cantar, la sensación de volver, de ir a la cordillera donde nací, de regresar al centro esencial, me acompañó toda la noche.

Béla Bartók decía que la música campesina, que él consideraba el germen de folk húngaro, en estricto sentido, debe ser considerado como un fenómeno natural, dotado de un poder transformador. “Es un fenómeno tan natural, por ejemplo, como las muchas manifestaciones de la naturaleza en la fauna y la flora”. Siempre he pensado que la gran música latinoamericana, en todos sus géneros esenciales, es una especie de fuerza de la naturaleza, de manantial de vida. Freddy Larrosa, en ese sentido, se inscribe en una tradición que, además de musical, es fundamentalmente mística. Es ese fenómeno natural y transformador, que sube desde abajo, del que hablaba Béla Bartók y que tan significativamente comprendió Luis Humberto Salgado.

Freddy Larrosa es un músico puro, tan cerca del arte como del rito iniciático. Dicen que además del Ecuador, parte de su familia viene del Uruguay y ese país le legó a Eduardo Mateo, Rubén Rada, Fernando Cabrera y Jorge Drexler. Dicen que desde los Andes ecuatorianos inició un largo recorrido, que lo llevó a Woodstock, la tierra de culto del más metafísico y revolucionario festival musical del siglo anterior. Dicen que de Silvio Rodríguez aprendió a modular la voz y de Bob Marley a generarse una forma, genuina, de aproximarse al mundo. Su propia voz, sin embargo, ha construido algo nuevo, que nace de las enseñanzas de sus maestros y que se reinventa constantemente. Su voz tiene algo, como una entonación alquímica o un estallido prolongado e intenso, que le permite perecer en cada canción y luego renacer en el silencio, mientras se prepara para la siguiente.

No sé mucho más sobre Freddy Larrosa. He encontrado, en Spotify, su álbum Children of the Light. Una de sus canciones es un homenaje a los ancestros, a nuestros ancestros, que reposan en algún lugar de la memoria andina, en el aire, el agua, la tierra o el fuego de las montañas. Esa, la energía poderosa de la música es otra forma en que la historia y la luz de América se mantienen vivas, se transmiten, se despiertan. Y gracias a esa música, a esas voces esenciales, no perdemos el centro, la interioridad, la capacidad de viajar en la oscuridad seguros de que a la luz la tenemos adentro y allí brilla. No sé si sólo por la sonoridad o quizá por algo más el apellido de Larrosa me ha hecho recordar a mi abuela Rosa, mi bisabuela paterna, sus historias y mi niñez en ese universo extraño y mágico que se llama Ecuador, como la línea imaginaria que está en el centro de la Tierra. (O)