Eran alrededor de las dos de la tarde, un día con un calor húmedo extenuante. No había desayunado bien y me senté cerca de la ventana en una pizzería que encontré al paso. Me instalé y disfruté el aire acondicionado, el refresco y la comida. Dejaba en el plato la masa de los bordes gruesos de la pizza, los arrimé a la ventana. De pronto, una mirada me paralizó. Del otro lado, en la vereda, un hombre mayor, delgado, que vendía chucherías, miraba ese deshecho como un manjar. No me miraba a mí, sino los bordes mordidos, con una expresión patética de hambre y deseo. Continuó caminando, regresó sobre sus pasos, volvió a mirar el plato y se alejó.

Un muchacho joven vendía escobas por el barrio, iba cargado al extremo, de pronto se desmayó, quedó tendido en la calle. Llamé a primeros auxilios, lo levanté, lo extendí en un sofá. Diagnóstico: hambre. No había desayunado y eran las diez y media de la mañana.

Elvira vive en un barrio popular, rodeada de niños y pobreza. Estaba contenta porque esa noche pasaban un partido y sus hijos y los de la vecina estaban entretenidos mirando el juego y se quedarían dormidos sin darse cuenta de que no habían cenado.

En tanto que en otra casa, una mamá cansada lamenta que su hijo anda metido en drogas, no sabe cómo ayudarlo, pero come menos, eso por lo menos es un respiro, me dice.

No son anécdotas al azar, son realidades lacerantes de este mundo injusto e inequitativo en que vivimos.

Con las lluvias, algunos sectores de barrios populares parecen pistas de esquí de barro. Salir a las avenidas principales para embarcarse en un bus es una proeza, hay que llevar en la mochila zapatos y ropa para cambiarse. Los buses se convierten en carros blindados de lodo.

En el momento de buscar trabajo, los jóvenes recién graduados mienten sobre el lugar donde viven, ponen direcciones de amigos, en lugares más “decentes”, porque si dicen cuáles son sus barrios, no les darán el empleo.

Cuando los aspirantes a cargos políticos preparan sus estrategias, sería bueno que recorran de incógnito, sin dirigentes barriales que los acompañen ni nadie que los proteja, los diferentes sectores de las ciudades ( y de los campos…), se suban en los buses, en la metro, hagan todo el recorrido, transpiren y escuchen comentarios, música, y compartan algo de lo que viven cientos de miles de sus conciudadanos. Durante un mes por lo menos, saliendo a las seis de la mañana y volviendo a las seis de la tarde, como casi todos los que van a un trabajo en bus. Y comprendan que si son elegidos, serán los empleados de esas personas, estarán a su servicio, por un tiempo limitado.

Las elecciones tienen más que ver con los sentimientos que con la racionalidad humana sostiene Yuval Noah Harari: “Para lo bueno y lo malo las elecciones y los referéndums no tratan de lo que pensamos, tratan de lo que sentimos”. Valen tanto los sentimientos de un científico como los de un vendedor ambulante, ambos cuentan un voto.

Comprender y sentir lo que siente la mayoría hace la diferencia ente un buen y un mal político. (O)