Resulta inconcebible para mí que los incendios en Australia sigan aún lejos de siquiera ser controlados. Recuentos recientes hablan de una extensión quemada equivalente a la sumatoria de los territorios pertenecientes a Dinamarca y Países Bajos. Puede que, para algunos, dicha analogía suene como un área pequeña; sin embargo, aquellas dimensiones han sido suficientes como para lograr que el humo de los incendios atraviese el océano Pacífico y alcance a los países del Cono Sur sudamericano. Otra evidencia que denota la grave magnitud de este asunto es la corroboración de cómo estos incendios –por su gran escala– llegan a afectar el clima en las áreas circundantes, generando tormentas eléctricas, las cuales provocan más incendios, debido al impacto de sus relámpagos en bosques de vegetación seca.

Lo que ocurre ahora en Australia es el incendio más dantesco que hemos presenciado como especie sobre la faz de nuestro planeta. Y lo más triste de todo esto es que no es el primer incendio que vemos de semejantes magnitudes. Lo ocurrido previamente en la Amazonía sudamericana, en Siberia y en África debería ser más que suficiente como para no darle más vueltas al asunto y entender, de una vez por todas, que estamos alterando el clima del planeta; y que esto empieza a repercutir en nuestra contra.

En nuestro país no hemos estado expuestos a este tipo de incendios, pero vivimos actualmente con temperaturas diurnas muy por encima de la media que suele darse en las cuatro regiones del Ecuador. ¿Tenemos acaso que esperar que ocurra un incendio de gran escala en nuestro país, para poder entender que es mejor tomar medidas de contingencia, antes de tener que lidiar con este tipo de desastres?

En un artículo pasado, titulado ‘Ecologismo táctico’, sugerí la idea poco convencional de que sean las Fuerzas Armadas de nuestros países quienes asuman la responsabilidad de reforestar nuestro territorio. Sin embargo, hasta que dicha idea o propuestas semejantes comiencen a ser consideradas por quienes toman las decisiones, debemos tener clara una premisa fundamental: son las ciudades quienes deben colaborar en la lucha contra el cambio climático. ¿Por qué? Pues porque son ellas los principales focos de contaminación, los aspersores de toda esa porquería de desperdicios que producimos los humanos.

Si las ciudades van a seguir en manos de políticos y tecnócratas de vieja guardia, que no consideran implementar árboles en nuestros espacios urbanos y respetarlos como si fueran parte de la infraestructura pública, seguiremos aportando nuestro granito de arena en el cambio climático; mientras, nos achicharramos en nuestras calles al movilizarnos de la casa al trabajo y viceversa.

Y mientras tanto, los seres humanos vamos por el mundo creyendo que es más relevante pelear por una postura política, por un líder, por un usufructo o un dios. Bueno sería garantizarnos primero que nuestros hijos puedan tener un futuro.

Alejandro Jodorowsky –personaje a quien admiro mucho más como cineasta que como escritor– dijo alguna vez: “Si quieres ser millonario, vende pan, vende dioses o vende tumbas”. Quizás debamos prepararnos para la tercera opción y guardarnos una para nosotros, por si acaso. (O)