Con un gobierno sin margen de acción, unas organizaciones políticas y sociales desorientadas, una economía estancada y una sociedad ganada por la indiferencia, el año que está por comenzar se anuncia como un período de soporífera espera. Una espera que se alargará hasta conocer los resultados electorales en enero del 2021. En lo económico son mínimas las probabilidades de alteración de las condiciones actuales. En el mejor de los casos se podrá mantener el rumbo definido en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que asegura una cierta estabilidad sin signos de recuperación de los índices de crecimiento, mucho menos de mejoramiento de la calidad de vida de la mayoría poblacional. Es una situación en la que lo mejor que puede suceder es que no hagan olas para que el Gobierno, que es el que tiene en sus manos la llave del cambio, pueda terminar su mandato con indicadores mínimamente superiores a cero.
Es, sin duda, una situación mala, prácticamente sin perspectivas de superación dentro de las condiciones normales de la política. Pero puede ser peor. La inactividad forzada del Gobierno puede inducir a otros actores a alcanzar el cielo con un salto y repetir más de un octubre en cualquier momento. No se pueden descartar las sorpresas. Ahora mismo, mientras se preparan para quemar los monigotes del año que termina, ya anuncian paros y movilizaciones para las primeras semanas de enero. El sopor de la espera puede ser reemplazado por la búsqueda de soluciones inmediatas, que se salgan de los cauces establecidos y vuelvan a configurar un escenario en el que la fuerza pasa a ser el factor decisivo.
La misma campaña electoral que, más allá de las disposiciones legales, ocupará todo el año, empujará las acciones hacia ese escenario. Octubre demostró que la violencia callejera puede ser un excelente sustituto del tedioso trabajo de transmitir propuestas y captar adherentes. Con ella se crea el ambiente apropiado para que la consigna sustituya al análisis. Que la rabia colectiva se traduzca en votos –como parecen demostrar las encuestas posteriores a las protestas– sería la esperanza de quienes pudieran optar por esa vía. Y, aunque el Gobierno no contará para nada en el proceso electoral, siempre resulta rentable colocarle contra las cuerdas. Ese podrá ser el punto de convergencia de las organizaciones sociales con el correísmo. Las primeras llegarán hasta allá por la visión irreal de lo posible, el segundo por su necesidad de preservar la noción del enemigo.
El escenario menos malo, el de la tediosa espera, se establecería por la presencia decidida de organizaciones dispuestas a jugar con las reglas formales de la democracia. Para ello, deberían comenzar por convencerse de la gravedad de la situación económica y de las escasas o nulas opciones que existen para cambiarla en el plazo que resta. No significa que deban congratularse por estas condiciones deplorables, sino simplemente aceptarlas como una realidad dolorosa. Y, de paso, recordar que también son culpables por no haber entendido a tiempo su propia responsabilidad en un período de transición. (O)