Una de las mayores preocupaciones de quienes activan en la agricultura es implantar sistemas que hagan del cultivo de la tierra un medio eficiente para la producción alimenticia y así responder al desafío de una demanda presionada por una población que el 2050 rebasaría nueve mil millones de habitantes, sintiendo la gran decepción de que uno de los objetivos de desarrollo sustentable (OSD), acordados por los líderes políticos en las Naciones Unidas, de hambre cero, no se alcanzaría hasta el año 2030, como fue el compromiso de la totalidad de países, incluido Ecuador.

Es conocido lo que se debe hacer para producir suficientes nutrimentos hasta vencer el hambre y la desnutrición, pero la primera condición será siempre garantizar que los agricultores, pequeños, medianos o grandes, reciban por sus sacrificadas labores una justa rentabilidad, beneficio económico con prosperidad total, expresado a través de precios remunerativos por las cosechas, que resultan casi siempre alejados de los reales costos, insuficientes para atender su sustento, su salud y la educación de sus hijos, lo cual se conseguiría con el pago adecuado al producto de su trabajo.

Si así fuese, los empresarios agropecuarios serían más receptivos a las recomendaciones para incrementar productividad sin expandir la superficie sembrada, sin deforestar o provocar la degradación de los suelos, pues “hay que producir más en menos tierra”, minimizando las pérdidas anuales de producción cuantificada entre el 26 % y el 40 % por el impacto de plagas, enfermedades y malezas, para cuyo control utilizan en demasía pesticidas dañinos, a lo que se suman los impactos del cambio climático, obstáculos que vuelven más difícil y gravosa la vida de los campesinos, sin encontrar correspondencia en los procesadores, comercializadores y consumidores que desperdician la tercera parte de los alimentos (FAO 2018), agotando recursos como la tierra, el agua y la energía, aumentando sin razón la huella de carbono de las labores agrícolas.

No todo lo pueden hacer los cultivadores, será indispensable proveerles de semillas de alta calidad que resulten de prolijos programas de investigación, para cuyo fin no debe haber posiciones mezquinas y otorgarle el financiamiento que le corresponde, que debe ser una obligación estatal, sobre todo en la indagación básica con nuevas metodologías que superen los clásicos mejoramientos varietales y emprender en la adopción de prácticas biotecnológicas capaces de dar respuestas más rápidas, menos costosas, con soluciones específicas para el manejo de enfermedades catastróficas como la que acecha los plantíos bananeros, la fusariosis, raza tropical 4, impropiamente conocida como mal de Panamá. Hay que dar el paso decisivo, sin temores, sin prejuicios de ninguna índole, emulando a naciones de mayor alcance científico que han tomado delantera.

Es inmensa la contribución que podrían entregar las universidades, pero hay que dotarlas de los medios suficientes para que se incorporen con vigor al reto del cambio en el enfoque de la investigación y crear estímulos para la participación privada. Si así se hiciera, se daría un gran avance hacia el hambre cero, objetivo inalcanzable sin el protagonismo de los agricultores. (O)