Las plazas centrales, pese a su conformación arquitectónica actual, no son un patrimonio de la Conquista española en las ciudades amerindias. De hecho, tras la conquista se evidenció que en España no existía plaza alguna que supere a la grandiosidad de las aborígenes destinadas al comercio y / o al rito religioso.

Los indios americanos –dueños absolutos de este continente, no solo de sus páramos– disponían de esos espacios con un sentido multifuncional. Por ello, el rito católico encontró su primer escollo en esos espacios tan descomunalmente abiertos, pues ellos, los conquistadores, trasladaron el rito a los templos cerrados y limitados, donde ejercían mayor control.

Y en torno a estos espacios se asentaron las instituciones del nuevo orden: municipalidades, gobernaciones, iglesia, cárcel, etc. La plaza, así, se constituía en un eje donde confluían todos, en donde se ejercía el control de todo, en donde se decidían, en democracia, los andariveles de la vida comarcana.

En la época medieval, la plaza es entendida como el espacio urbanístico, el espacio físico en el que se asienta y sostiene el espacio de lo público, el del interés común, donde se mediaba en beneficio de todos. Esas plazas fueron cercadas, además, por esa eterna obsesión de quienes detentan el poder: el control. En la actualidad, algunas plazas ya no se presentan con esas estructuras cerradas con verjas forjadas en fraguas tradicionales, verdaderas obras de arte que han desaparecido misteriosamente en manos de coleccionistas privados. Al menos eso ocurrió acá en Cuenca del Ecuador.

Y fue la plaza central la que en el reciente feriado conmemorativo por los 199 años de independencia española de Cuenca, se convirtió en un picante punto de quiebre en plena sesión solemne del cabildo cuencano: el alcalde Pedro Palacios, en medio de su discurso de rigor, pidió al presidente Lenín Boltaire (sic) Moreno Garcés que mande a retirar todo el vallado que cuatro cuadras a la redonda habían colocado para garantizar su seguridad durante las pocas horas que logró estar en la urbe.

Aquel 3 de noviembre, cuando Cuenca y los cuencanos nos disponíamos a abrir los actos conmemorativos de los 199 años de independencia, nos topamos con el grosero cierre del centro histórico que no demoró en llenarse de manifestantes autoconvocados que rechazaban la presencia de Moreno.

Fue una suerte de consulta popular y medición de la aceptación presidencial, a pocas semanas del paro de octubre en contra del Decreto 883. Las heridas estaban frescas aún. Las propinadas por esa excesiva y desmedida represión policial que terminó pasando factura in situ a la ministra María Paula Romo, abordada por la ciudadanía en directo para exigirle que se retire el grosero cerco metálico y policial de la zona más turística de la ciudad.

La seguridad de Moreno recomendó su salida inmediata del salón en el que se desarrollaba la sesión solemne, pues se estaba cercando el perímetro central pero con voces de protesta y rechazo. Al final, un accidentado e interrumpido acto central en el que se anunciaron obras y transferencias que nadie ve. En el que se volvió a ofrecer poner en marcha el Tranvía que nadie escucha.

Quedaron solo el rencor y el reclamo, cuyos ecos suenan hasta hoy por sobre las mentiras oficiales. (O)