Nuestro invitado

¡Qué difícil será salir de la fractura social en la que estamos! Eso deberíamos pensar cada momento como país y dejar de lado las miserias. La violencia, en los niveles que hemos vivido, es inusitada, pero nadie puede negar tampoco que es el resultado de un acumulado de frustraciones, resentimientos, prejuicios e incapacidad de poner el diálogo por delante. El patrimonialismo está en todos los rincones, porque nadie quiere ceder y renunciar a las falsas victorias. Cada cual es dueño de su metro cuadrado y así no se construye la patria que queremos. Por esa razón, no tenemos un plan a futuro, nos carcome la coyuntura y nos sobrepasan los intereses personales y corporativos. ¿Qué nos cuesta honrar el legado de nuestros próceres, de la gente que hace país en silencio, de nuestros padres y madres que se rompen el lomo por darnos días mejores?

Nada podría ser peor que la instalación del miedo y el terror en nuestra sociedad, porque la gente se vería obligada a incorporar en sus relaciones de vida la desconfianza como manera de defensa. Qué horrible sería que las casas se llenen de abarrotes en las ventanas, que las carreteras estén resguardadas todo el tiempo, que las personas se retiren a sus casas a ciertas horas por temor y no por decisión propia, que excluyamos a ciertos grupos por su pensamiento ante la incapacidad de dialogar y respetar nuestras posiciones. Pues sí, esa es la sociedad del miedo que nunca queremos para nadie. Sin embargo, llegar a ello puede ser fácil, cuando terriblemente difícil salir. El miedo es un estado de privación de libertad permanente.

Las lecciones que nos quedan de esta compleja temporada es la falta de preparación que tenemos en democracia, porque una ciudadanía demócrata es aquella que respeta el criterio diverso, la que se sienta a la mesa con aquellos que no concuerda, que concibe un mundo de colores y matices y no uno de blancos y negros, exclusivamente. La inmensa tarea pendiente que tenemos como ecuatorianos y ecuatorianas es aprender a vivir en una sociedad de disensos, en la que sin estar de acuerdo de todo y con todos, valoremos la maravillosa posibilidad de contar con una multiplicidad de perspectivas ante la misma situación. La democracia es una labor diaria, porque no se agota en el sufragio, es una decisión de vida.

No hay nada más difícil, lento y persistente que recomponer el tejido social de un país después de una fractura provocada por la violencia y la descalificación permanentes. No debemos olvidar que la confianza es el mayor valor de la democracia, porque sin este vínculo es complejo construir ciudadanía y convivencia. No basta con apagar el incendio, sino en generar las condiciones para que el reencuentro nacional sea sincero, honesto, transparente y sostenido. Eso supone crear condiciones, ceder posiciones, buscar respuestas comunes a problemas generales y generosidad a toda prueba. El conflicto nos convierte en perdedores a todos, con la paz todos ganamos.

(O)