Nuestro invitado

La fiscal general, Diana Salazar, ha dicho que el expresidente es el líder de una “bien estructurada organización delictiva”. Tiene plena e irrefutable convicción y no hay dónde perderse. La trama de sobornos apunta hacia él: los cuadernos de Pamela, su asesora; los repertorios en Excel de la asistente Laura Terán. Eran tan serviciales y acuciosas que reportaban hasta el último detalle. Se sabía que sin el expreso consentimiento del jefe, no se movía un solo papel del Estado autoritario. Era el eje, centro y fin del sistema de corrupción. Nada escapaba de su control.

Al 2006 fue un joven profesor, locuaz, enredado y romántico socialista. Accedió al Gobierno con la promesa de redención. En el momento del mayor desencanto en la política y descomposición institucional. Con la colaboración del TSE, asaltó al Parlamento destituyendo a 57 diputados. Así sentó las bases de un régimen autoritario, diseñando una Constitución a su medida.

Encarnaba el poder total. Dijo ser jefe del gobierno y el jefe del Estado: del Parlamento, de las cortes y tribunales, del CNE, Consejo de Participación, etc., jefe de todos los órganos. Cabecilla, amo y dueño del país. El único cacique del siglo XXI. Más poderoso que los reyes y príncipes medievales.

Entre el jefe y su clientela electoral no hay espacio de intermediación ni tejido institucional o social. Desde las sabatinas transmitía la verdad única y oficial. Determinaba y dictaba. Mortificaba, ultrajaba. Condenaba a los enemigos. Enseguida, sus dóciles fiscales y jueces instruían los procesos judiciales.

El jefe, como los antiguos monarcas, era infalible y no se equivocaba. La culpa de lo malo era de otros. Simulaba ser la única estrella. El benefactor y el mesías. Para que nadie osara perturbar su directa relación con la clientela, inventaba enemigos para espantar. Primero el Congreso y los diputados, luego la partidocracia, los sindicatos, los indígenas, los gremios, los jubilados, los profesores, los médicos, los militares, etc.; por cierto, el “imperialismo”, culpable de todos los males. ¡Ah! Los medios de comunicación o la prensa “corrupta”. Los periodistas o “sicarios de tinta”.

Como jefe, transformó el Estado en aparato de propaganda. Su voz era la verdad oficial. En su laberíntico pensamiento, mezclado con un egocentrismo sin límites, tenía que ser venerado por sus fanáticos y respetado por los “otros”, los “diferentes”, a quienes silenciaba y perseguía.

El jefe era el sabelotodo. Repleto de títulos y honores. Para quien el presidente Carter o el premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa eran ‘limitados’.

Para el jefe, la democracia era la identidad de quien domina a los dominados. De quien somete a quienes solo deben obedecer. En esto, quizá sin conocerlo, era admirador de Carl Schmitt. El modelo que lo inspiraba: el de Gadafi, Fidel Castro o Hugo Chávez.

Según el jefe, no hay cabida para el diálogo o el pluralismo. La sociedad no es diversa sino uniforme, aquella en la que cabe la hegemonía total de su única fuerza y su sola autoridad. En términos de Luigi Ferrajoli, solo el jefe determina la homologación de los que consienten y la degradación de los que disienten. La política absoluta, aquella que emerge del rencor y de sus heridas de identidad resentida. (O)