La economía convencional, desde los tiempos de Smith, Ricardo y Mill, y de Walras, Jevons y los modernos –Hayeck, Friedman y demás–, ha estimado siempre que las decisiones económicas óptimas de los individuos responden a la racionalidad que los caracterizaría, lo que optimiza la asignación de recursos y la consecución de los equilibrios fundamentales.

Este es un supuesto fundamental, pues al ser las decisiones producto de tal racionalidad individual se entiende que el sistema de mercado asuma la existencia de mecanismos de autorregulación que siempre lo vuelven a la normalidad. Los desajustes –que se presentan– serían, bajo este enfoque, temporales.

El economista inglés J. M. Keynes dio al traste con esa visión, la de sus “maestros”, al poner en duda la denominada Ley de Say, aquella que dice que “toda oferta crea su propia demanda”, enunciada en perspectiva atemporal (lo producido termina vendiéndose en el tiempo). En el corto plazo, a diferencia, esa ley no se cumpliría siempre y la política económica anticrisis es necesaria; una herejía para el enfoque clásico. Robert Clower señalaba que el sistema no solo funcionaría en situación de subempleo, sino que muchas transacciones se harían a “precios falsos”.

Interesaría analizar lo que el mundo ha vivido en los últimos años y evaluar con detenimiento la pertinencia (¿racionalidad?) de esas aproximaciones. Siempre se dice que para los radicalismos “falta tiempo”, en la teoría y en la práctica (¿Trump?): ¿será posible, después de lo visto en estos tiempos, una reformulación político-económica –claro, política y economía son inseparables– hacia esquemas ponderados, basados en consensos, respeto a normas y regulación apropiada para todos, fuera del corporativismo, la corrupción y la improvisación y por la eficiencia y la equidad sostenibles?

Lo que se constata finalmente es que la racionalidad económica es una ilusión. Hay otros determinantes que parecen influir en la formulación de decisiones, lo que se analiza desde hace tiempo.

Varios Premios Nobel de Economía, por ejemplo Richard Tahler (2017), los han incorporado en sus trabajos. Asimismo, el Nobel de la disciplina otorgado a Daniel Kahneman y a Vernon Smith (2002) premió una formación académica más bien ligada a la psicología (la toma de decisiones bajo incertidumbre).

La importancia de las investigaciones de Kahneman radicaba, según lo suscribe el economista francés Jacky Fayolle, en su utilidad para modelar comportamientos no racionales que se apartan de la concepción neoclásica del homus economicus y se aproximan a la de la teoría keynesiana y a algunas teorías del ciclo económico. Fayolle señala que “…el relacionamiento psicología-economía es novedoso. Supone una extensión del ámbito de análisis de la economía, en particular de los determinantes de la toma de decisiones en economías de mercado”.

Thaler, en su lógica, describe la incapacidad de los consumidores para controlar sus propios impulsos. Esto les lleva a no adoptar –siempre– las “mejores decisiones” en términos de su gasto (la formación de reservas para la vejez no es parte en muchos casos de su “racionalidad”, por ejemplo). Sugiere, pues, una suerte de “empujón” que, desde otro lado, la precipite. ¿Es justificado –nos preguntábamos– ese “empujón” en la perspectiva de favorecer la corrección de decisiones equivocadas que perturban la asignación de recursos?

Carecer de planes interrelacionados de reactivación; aumentar impuestos en períodos de recesión; incrementar el endeudamiento para sostener el gasto corriente del Estado; “manejar” de forma improvisada los fondos de previsión social, es una conducta pública racional?

¿Presionar por tratos tributarios inequitativos; demandar esquemas de protección para industrias falsas bajo la “justificación” de creación de empleos; privilegiar la desregulación total y la ausencia de normativas compatibles con la eficiencia y la calidad es, asimismo, entre otras demandas, racional?

¿Resistir sin justificación ajustes a ciertos esquemas de seguridad social; mantener a ultranza regímenes laborales del pasado en términos de contratación; privilegiar, en un mundo cambiante, sistemas de ocupación aislados y autárquicos es, también, racional?

Un trabajo más reciente del propio J. Fayolle, Hacia la naturalización del homus economicus, amplía estas reflexiones. De partida, reproduce una cita de D. Andler: “…el hombre moderno, tal como lo ha modelado la evolución, es fundamentalmente un aprendiz” (Daniel Andler, La silhouette de l’humain, 2016).

Anota que el desarrollo de las neurociencias ha abierto la vía a una suerte de naturalismo ampliado como lugar de convergencia posible de las ciencias humanas y sociales con las ciencias naturales. Sobre la base de esta convergencia los economistas se esforzarían ahora por generar una concepción distinta de la racionalidad económica individual.

Habría así una toma de distancia con relación al homus economicus, pues tratarían de hacer ahora una unión con los aportes de las señaladas neurociencias en búsqueda de una concepción más realista del sujeto económico. Así, la experimentación de la economía comportamental adquiere un lugar importante, a diferencia de aproximaciones anteriores que los descartaban, simplemente.

¿Asistimos a un proceso de naturalización realista de la ciencia económica? Nuevos factores de optimización de las elecciones racionales públicas y privadas parecería que deben ser considerados. El tema de la racionalidad, incluso en la relación excepcional de la economía, como disciplina, con la literatura, por ejemplo, es también considerado: la descripción del comportamiento del personaje de una novela, ¿puede alimentar la comprensión de la posible actitud de los individuos o de ciertos colectivos en los mercados y la política?

Tema igualmente de difícil respuesta: el Limovov de Emmanuel Carrere (Premio Renaudot 2011, FIL 2017) puede ser referencia de algo? “Limonov no es un personaje de ficción. Existe y yo lo conozco”, dice Carrere. Personaje para las tinieblas, lo hemos sentido en la toma de decisiones en el país y aún no es eliminado.

En fin, pues, la racionalidad no es objetiva, menos aún frente a déficits éticos. Hay que superarlos ya. La educación es la clave. Esto sería lo racional.

(O)