Hace poco caminaba por el centro de Guayaquil y no pude evitar detener mi paso frente a las enormes puertas negras del que fue mi colegio. Recuerdo a sor Eliana Cucalón imponer respeto con su porte y altura, evitando que los amigo-novios traten de filtrarse haciéndose pasar por hermanos al momento de salida, ahora en su lugar está un viejito con un canasto vendiendo grosellas.

Empujada por la nostalgia subí los escalones y entré al pasado. A mi derecha estaba la recepción y el único teléfono que algunas veces me prestaron cuando en pleno recreo a las 09:30 llamaba desesperaba a mi mamá por algún deber que había olvidado en casa y le rogaba que me lo trajera. Después estaba la sala de espera y un mueble con puertas de vidrio que guardaba muchos trofeos ganados por alumnas o exalumnas, hoy, oficinas cerradas con puertas desgastadas.

Avancé un poco más y tuve frente a mí un patio lleno de autos parqueados y gente que caminaba revisando su celular, antes fue un lugar lleno de niñas riendo, saltando la cuerda, corriendo entre carcajadas durante el recreo, conversando bajito en medio del momento cívico, o ensayando mil veces las figuras que hacíamos bajo la dirección de Reina Flores, quien con un tamborcillo nos marcaba el ritmo, so pena de recibir un llamado de atención por el megáfono, en caso de andar distraídas.

Sonreí y giré a la derecha para luego de pocos pasos tomar la escalera que me llevaría a la capilla, subí acariciando las paredes como quien acaricia la cara de alguien amado y llegué a un espacio enorme lleno de bancas arrumadas y desperdigadas, con el piso sucio, negro en las esquinas y el acceso al segundo piso cerrado con una tabla de madera y asegurado con alambres, donde antes se celebró un sinfín de misas con cantos llenos de devoción, se rezó por las almas de quienes partieron, recibieron su primera comunión miles de niñas y otras más confirmaron su fe. Un lugar inmaculado, donde nos sentíamos cobijadas; recuerdo que después de que mi abuelo falleció en 1986, fui muchas veces durante los recreos a rogarle de rodillas a la Virgen que lo cubriera con su manto y lo abrazara muy fuerte, tanto, como yo extrañaba hacer.

Salí con el corazón pequeñito y empecé a recorrer los pasillos hasta llegar a mi último curso, y recordé dónde me sentaba y quiénes estaban a mi alrededor, también todos esos lunes a primera hora que pedía permiso para ir a enfermería por un cólico inventado y me recibía amorosa una monjita que estoy segura de que no me creía, pero igual me preparaba una agüita de manzanilla y me decía “duérmase un ratito, yo la despierto en 20 minutos para que coja fuerzas y continúe el día”.

Finalmente, esta columna de mayo está dedicada para mi mamá del cielo, mi madre de la tierra, mis compañeras y hermanas salesianas quienes me enseñaron a amar desde la sencillez, a confiar en que el amor de María es imperecedero y a jamás sentir vergüenza por ser católica. (O)