Hace siglos los leprosos estaban proscritos de las ciudades. Se los obligaba a llevar una campana al cuello, para que las personas se alejaran de ellos, por temor a ser contagiadas por este doloroso e infamante mal. Había la presunción de que quien se acercaba al leproso era afectado por el mal.

Actualmente, la homosexualidad ocupa el antiguo lugar social de la lepra. Por una parte, los homosexuales en general ocultan su realidad; por otra, algunos miembros de la sociedad los infravaloran, como a leprosos. Uno de los más infamantes insultos entre jóvenes y adultos era y sigue siendo el referente a la falta de identidad varonil: “maricón”.

Notemos, antes de continuar esta exposición, que este problema es diverso del de la pedofilia.

Jesús se acerca misericordiosamente a leprosos y, curándolos, los coloca en el ambiente social de respeto a la persona humana. (Lucas 17, 11). El papa Francisco nos invita con su palabra y con su ejemplo a comportarnos como Cristo en nuestra relación con los homosexuales.

El papa Francisco manifiesta una actitud respetuosa a los homosexuales, afirmando que los comprende: “¡Quién soy yo para condenarlos!”, respondió a periodistas en uno de sus viajes.

No es humano el juzgarlos, independientemente de las causas, una de ellas el ambiente, que ha favorecido la homosexualidad. La verdad y la justicia exigen distinguir el juicio acerca de la homosexualidad, del juicio acerca de la persona homosexual.

La homosexualidad tiene diversas causas. La atención a las causas es reemplazada a veces por la murmuración: la acusación a supuestos afectados suple la tarea grande o pequeña de todos y de cada uno, de distinguir las causas de esta realidad. Una homosexualidad tiene como origen defectos naturales, como los biológicos, los genéticos. Esta homosexualidad es una realidad que, no proviniendo de abusos de la libertad, no comporta responsabilidad moral alguna. No debiera afectar mínimamente el valor moral de la persona.

Habiendo nacido con esa condición, es inútil exigirles que cambien. Hay que aceptarlos como son. Muchos de ellos son excelentes ciudadanos y viven de acuerdo a la fe cristiana, respetando y sirviendo a las personas. Necesitan ser comprendidos y respetados.

En la relación con homosexuales que tengan responsabilidad mayor o menor, o no la tengan, la mera crítica es estéril, pues no conduce a implicarse en atender las causas.

Así como quien nació con brazo largo no pierde respetabilidad, así quien –por causas biológicas– tiene tendencia homosexual es igualmente respetable, mientras actúe responsablemente. Es más fácil criticar, condenar, sin siquiera distinguir a inocentes de culpables. El señalamiento a supuestos culpables suple la tarea, grande o pequeña, de todos y de cada uno en curar esta realidad. La Iglesia, que debe ser comunidad de amor, ha de cuidar, no dejar en la cuneta a homosexuales.

La Iglesia, al mismo tiempo que no debe aceptar homosexuales como aspirantes al sacerdocio ministerial, ofrece en varios países servicios a homosexuales, para que –esforzándose– puedan vivir en paz, sin tener que ocultar ningún aspecto de su personalidad. (O)