En su obra Los hermanos Karamazov, el célebre escritor ruso Fiodor Dostoievski incluyó un pequeño pasaje donde se relata una visión del infierno. En él, Iván, uno de los personajes del libro, describe al inframundo como un lago de fuego donde los condenados son arrojados. Sin embargo, para este personaje, el verdadero horror del infierno no se halla en el sufrimiento causado por las llamas sino en el hecho de que una vez que los condenados se hunden en ellas “incluso Dios se olvida de ellos”. En efecto, para Dostoievski, lo más aterrador del infierno no es el sufrimiento en sí, sino la conciencia de saberse olvidado.

Recientemente visité la Penitenciaría del Litoral. Aunque sabía muy bien desde el principio que detrás de esas puertas presenciaría una dura realidad, lo cierto es que las condiciones del lugar fueron mucho peores de lo que me atreví a imaginar. El olor es lo primero que le recibe a uno. El área común entre pabellones es un lodazal de donde emana una pungente mezcla de excremento animal y agua empozada que se va cocinando lentamente bajo el sol. La organización es caótica, siendo que en ese mismo espacio convergen reos, visitantes, guardias y abogados sin ninguna separación, orden claro, distinciones o direcciones. Caminando entre el apestoso barro uno percibe una miríada de rostros incómodamente pegados a las rejas y miembros humanos que se cuelan de entre ellas, producto del fútil intento de acomodar a treinta y pico de personas en un espacio claramente diseñado para no más de diez. Pregunté a quien me guiaba sobre si en un lugar así la rehabilitación puede ser posible, comentario que fue contestado con una carcajada: “Aquí no hay rehabilitación, esto es el infierno”.

Hablar de mejorar las condiciones de vida de los presos dentro de nuestro sistema carcelario es una propuesta poco popular. En un país donde las escuelas y los caminos se caen a pedazos, el prospecto de invertir en aquellos elementos “indeseables” de nuestra sociedad es, para muchos, arrojarles perlas a los cerdos. El crimen cometido por estos individuos, a sus ojos, niegan su humanidad, por lo que no hay problema encerrándolos en el equivalente a una alcantarilla. “Tanto mejor” quizá se digan “quizá así aprendan a no delinquir”.

Esta línea de pensamiento, además de descorazonada, simplemente niega el hecho una y otra vez comprobado que el trato humano a los reos está estadísticamente correlacionado con menores tasas de reincidencia y que, por lo tanto, benefician no solo al encarcelado sino a la sociedad en general. En Noruega, por ejemplo, las cárceles son ejemplares y por eso mismo están vacías. En todo el país escandinavo hay menos de 4.000 presos. En Ecuador, por otro lado, llegamos a los 40.000.

Nuestro sistema es un fracaso y nos falta voluntad política y empatía social para hacer algo al respecto. La combinación de corrupción, escasos recursos y cruel indiferencia han hecho de nuestro sistema penitenciario un auténtico pozo del olvido. Igual que los condenados al infierno de Dostoievski, no hay posible redención. Preferimos olvidarlos. (O)

Hablar de mejorar las condiciones de vida de los presos dentro de nuestro sistema carcelario es una propuesta poco popular.