Unos van al cine a reír, otros a ver el reflejo de la realidad –tal vez, más amplia y ancha que la que les rodea– y un tercer grupo va para asustarse. Lo bueno sería que la oferta tuviera siempre productos para todos los gustos. Pero no, no hay tal cosa y ya sea “porque no hay otra película”, entramos en una sala de exhibición, sin antecedentes.

Admito que mi gran afición cinematográfica ha sido afectada por las comodidades del “cine en casa” y por el complicado acto de compartir el placer con otros. Despliego la pequeñez de la tableta y ya está: la maravilla se instala ante mis ojos, con ecos añorante, es obvio, de la gran pantalla y la sala oscura. Pero todos somos susceptibles de sucedáneos.

Dentro de la gama de las preferencias, he acudido al cine de terror por ese fluido de adrenalina que produce y por los misterios que pretende explorar. Secretismo, futuro y más allá se combinan en unas historias que se fueron haciendo cada vez más audaces. De la proverbial pareja del siglo XIX, la criatura de Frankenstein y el vampiro, otros seres extraordinarios saltaron a las pantallas y fuimos alimentando la imaginación con “lo posible que sea creíble”, es decir, con historias elaboradas sobre una fundamental verosimilitud.

Así di con Suspiria, filme del año pasado dirigida por Lucas Guadagnino, en una colaboración ítalo-estadounidense, basada en otra de 1977 del mismo nombre, del italiano Darío Argento. Las brujas también pueblan la imaginación popular, aunque hoy la historia nos ayude a descascarar sus metáforas: mujeres inteligentes, dueñas de un saber ancestral, reacias al yugo masculino.

Eso es lo que hay en Suspiria. Un grupo de mujeres, instalado en una escuela de danza en el Berlín Oriental –década de los setenta–, educa en el arte del cuerpo a jovencitas que recoge en una casa de extraños pisos y corredores subterráneos. Con una acelerada y desconexa ilación se avanza hacia los extraños secretos del grupo que se mueve en torno de una singular maestra, pero que esconde una autoridad mayor. Los flashbacks alimentan el desconcierto: ¿quién es la joven aprendiza? (una impresionante Dakota Johnson, muy lejos de la sumisa experimentadora de 50 sombras de Grey), ¿qué quiere la hierática Madame Blanc? (papel calcado para todas las rarezas que puede representar, con holgura, Tilda Swinton).

Leyendas sobre las tres madres o grupo de brujas da para explorar el tema de la maternidad, como pasa con la protagonista. Madres violentas y sanguinarias que no vacilan en destruir para alimentar una cadena de poder. La película prefiere el lado negro de los mitos sobre mujeres poderosas, aunque no descuide un contexto político (en ese Berlín se produce terrorismo, hay líderes femeninas), aunque nos haga simpatizar con el arte de la danza en hermosas coreografías y un auténtico aquelarre. A ratos, tenemos que cerrar los ojos porque lo que se ve es demasiado fuerte (hubo señoras mayores que se retiraron de la sala), en otros, triunfan las interrogaciones porque no hemos podido conectarlo todo.

Terror del bueno. Se termina con el corazón acelerado, se necesitan explicaciones. Así es el cine de hoy, no se agota en la proyección, invita a continuar con él. (O)