Lo que ocurrió el domingo pasado en Quito podría llamarse un desborde popular y correísta en contra de los candidatos que representaban –sin tener por el momento una mejor caracterización– un cierto sentido ilustrado de la política, conectado con las élites de la ciudad. Jorge Yunda obtiene el primer puesto –con apenas el 21,35% de los votos– gracias al respaldo en el sur de la ciudad. Siempre se lo tuvo como un candidato potente, pero las malas e interesadas encuestas que produce el país nos convencieron de que se había estancado en las intenciones de voto. Se creyó, a la vez, que su pasado correísta, del cual tomó elegante distancia sin llegar a romper completamente, y su fama de corrupto en el manejo de las frecuencias de radio, lo liquidarían. No ocurrió así. La identificación del voto popular con su candidatura muestra su proximidad a un mundo social y cultural que las élites ilustradas no terminan de entender bien. Las reacciones racistas y clasistas a su triunfo muestran las fracturas que existen en la vida de la ciudad. Son precisamente esos prejuicios los que llevan a las élites a distanciarse y a no entender lo que ocurre por fuera de los limitados extramuros de su pequeño espacio urbano.

Una segunda sorpresa, aunque su crecimiento en la fase final de la competencia electoral algo registraron las encuestas, fue la votación de Luisa Maldonado con su apelación al voto duro correísta. Logró un segundo lugar con cerca del 20% de la votación. El voto disciplinado por la lista 5, que seguramente obtendrá también la mayoría en el Consejo, muestra que el correísmo se filtró en Quito gracias a la gran fragmentación de la élite política ilustrada. Me parece difícil sostener, como se apuran algunos, que el voto de Yunda y el de Maldonado se pueden sumar como votos correístas. Pueden sumarse como expresión clara del poco atractivo que despertaron todos los demás candidatos, ligado de distinta manera a las élites, entre los sectores populares. El casi seguro triunfo de la correísta Paola Pabón en la elección de la Prefectura de Pichincha confirma lo anterior: gana con cerca del 21% de los sufragios, suficiente para filtrarse en la fractura provocada por el coronel Juan Zapata, quien cometió un inmenso error aliándose con Paco Moncayo, y Federico Pérez, el empresario político que no renuncia a su inexplicable aspiración de volver a la Prefectura.

Del otro lado, el desastre es completo. Moncayo terminó ahogado en su convencimiento de que Quito lo había ya proclamado alcalde. Fue víctima de su vanidad y de los consejos de su entorno, que le empujaron a que no debatiera con nadie, a minimizar a sus adversarios, a situarse por encima del bien y del mal. Tan seguros estuvieron desde el inicio del triunfo, que no les importó el popurrí de fuerzas que juntaron para sostener su candidatura. Moncayo se disputó el espacio político con César Montúfar. Su candidatura me pareció improvisada, sin ideas claras ni consistentes, empeñada en golpear la imagen de Moncayo. Se neutralizaron los dos: ni Moncayo terminó de convencer que ofrecía una visión renovada de la ciudad; ni Montúfar, la promesa clara de una renovación de la élite ilustrada (él que ha pactado y ha roto con todos). A ellos se sumó una lista interminable de candidatos que buscaron cosechar migajas en medio de la fragmentación que ayudaban a crear. La cosecha vino, finalmente, desde el debilitado pero duro correísmo, que ahora se presentará, con apenas el 20% de los votos, como el gran triunfador.

(O)