Finalmente vi Roma, la película de Alfonso Cuarón, y pude construir mi propia y subjetiva opinión. Hace muchos años dejé de confiar en los críticos especializados: aquellos cuyo talento consiste en ocuparse del talento de los demás. La opinión no es crítica especializada, aunque no excluye las críticas. Una opinión debería asumir que la obra a la que alude toca la subjetividad, es decir, el inconsciente de quien la emite. La crítica especializada, en cambio, presume de autoridad y “objetividad” mediante la proposición de cánones, para establecer lo que está bien y lo que tiene valor artístico, en la pretensión de “educar” y normativizar al público. Pero a esta edad, puedo permitirme renunciar a la educación y privilegiar la opinión, sobre todo en esta película.

Su rasgo fundamental es la verosimilitud que descansa en el relato más que en la dirección artística. Verosimilitud: aquello que causa que algunos nos sintamos concernidos por algún momento de este relato. Una película con economía de diálogos, donde muchas imágenes están en el lugar de las palabras o tienen valor de palabra, para quien quiera escuchar o leer las imágenes. Diálogos que alternan entre el mixteco y el habla popular mexicana, en una edición de sonido que no está a la misma altura que la extraordinaria fotografía en blanco y negro, lo que nos obligó a programar “subtítulos en español” para seguir mejor la historia. Diálogos escasos pero suficientes, alrededor del personaje central, silencioso testigo del drama y la fantasía de los demás, porque su función le obliga a callar, limpiar y servir, renunciando a su propia opinión.

Me refiero a Cleo, por supuesto, una de las dos empleadas domésticas de esta familia mexicana de clase media alta a comienzos de la década de 1970. Una familia con un automóvil más grande que el garaje, donde los continuos rozamientos y la renuncia final a la posesión del Ford Galaxy constituyen alegoría del “neorriquismo” universal y la aceptación posterior de la pérdida. Un garaje que inaugura los créditos iniciales de la película, diariamente baldeado por la Cleo para eliminar la caca del perro, simbolizando la función principal del servicio doméstico en una cultura como la mexicana o la ecuatoriana: hacerse cargo de los detritos orgánicos, materiales, conyugales y emocionales de sus amos. Culturas racistas y clasistas que no pueden con su propio mestizaje.

La Cleo, una mestiza cálida y hermosa, que materniza amorosamente hijos ajenos y que no podrá tener su propia hija. Que mira y sufre las evidencias de un rasgo fundamental en nuestras sociedades y culturas: la inconsistencia de los hombres y su incapacidad para sostener su función paterna. Una inconsistencia disfrazada de machismo, en el padre que abandona a su familia por una jovencita, y en el adolescente psicópata que repudia a Cleo embarazada a cambio de los paramilitares asesinos. La inconsistencia masculina que deja a la prole a cargo de la triada femenina: abuela, mamá y Cleo. Una estructura hipermaternal a falta de padre que se reproducirá en el futuro de esos niños.

Una historia para verla con subtítulos en español y en tres partes, porque su ritmo es como la vida cotidiana de la gente ordinaria: a ratos lento y luego vertiginoso.(O)