… también al revés: de allá para acá. El sufrimiento más grande de los prisioneros, antiguamente, debió ser la inmovilidad: pasar veinte o más años de cautiverio en un solo lugar, en una misma cárcel, en igual celda. Bienes como la movilidad, no se los aprecia sino cuando se los pierde. La movilidad es una de nuestras capacidades más apreciadas en ciertas etapas de la vida, cuando nuestro físico responde a una mente inquieta y afecta al cambio; cuando los años pasan, y no lo hacen en vano, nuestro cuerpo empieza a inmovilizarse en alguna parte de su estructura; nuestra mente cuando no abandona rencores y enojos, se vuelve su prisionera; también nuestra economía nos obliga a crueles restricciones. De esta forma, lentamente, volvemos a ser presa de un mismo ambiente, de un horizonte siempre igual y de aquellas obsesiones que en lugar de vivificarnos nos matan sin percatarnos. Un departamento puede ser nuestra cárcel si no hacemos de él un centro de vida y si desdeñamos el contacto con nuestros amigos y familiares. Pero si percibimos que la vida bulle en nuestro ser, que la mente está muy activa; si los libros, la música o el cine tienen un puesto de privilegio, entonces no importa la pequeñez del local que nos cobije sino la amplitud de horizontes que nuestra mente necesita, exige y crea.

Hace dos semanas escribí sobre un caballero a carta cabal, Washington León, quien falleció a los 99 años de edad. Hoy (16-III) regresamos de Guayaquil luego de expresarle a Pedro Martineti, hijos y familiares, nuestro pesar por la partida de Haydee Saltos, su esposa, una mujer excepcional, afable y dueña de una paz interior a prueba de sinsabores y contratiempos. Es por esto que comparto con ustedes ideas que el fin de semana pasado rondaron por mi cabeza. Nuestra residencia es Salinas. El viernes por la mañana supimos el deceso de Haydee. ¿Qué hacer? ¿Viajar por la tarde para el velorio o hacerlo al siguiente día? Optamos por el siguiente día. Les cuento por qué.

Cuando analizábamos pros y contras de cuándo hacernos presentes llegamos a esta conclusión: la tarde-noche del velorio agrupa a parte de la familia, a conocidos y amigos, a gente que vive fuera de la ciudad; es un público sui géneris que luego del pésame de rigor se dedica a recordar detalles pertinentes que explican el porqué de su presencia. Las palabras que susurran elevan luego su tono y en breve un murmullo bastante sonoro rompe ese silencio que otrora acostumbrábamos para estas ceremonias de despedida a alguien que estimamos. ¿Mal o bien? No lo juzgo, las costumbres rompen códigos. Nosotros optamos por el día siguiente. Quisimos vernos con la familia y amigos íntimos, lo conseguimos. La ceremonia religiosa fue hermosa, llena de fe, esperanza y gratitud a Dios por la existencia de una extraordinaria mujer: Haydee. Congregados por la muerte cantamos a la vida rememorando momentos vividos llenos de fe y esperanza. El abrazo en racimo de la familia, al final, en torno a Haydee, ‘dormida, no muerta’, consiguió su objetivo: regalar mucha paz y serenidad.(O)