El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) nos ha colocado a los ecuatorianos ante dilemas democráticos muy difíciles de enfrentar el próximo domingo: no sabemos si anular nuestro voto, para expresar abiertamente el rechazo hacia ese poder del Estado, con el fin de generar las condiciones políticas para su eliminación; o si votar de modo pragmático por los mejores candidatos –en realidad, los menos malos– para evitar el riesgo de un eventual triunfo del correísmo, que ha movilizado lo último de su capital político para tomarse el consejo. El correísmo ha generado su propia estrategia y, al mismo tiempo, la de sus opositores: sabemos por quiénes no hay que votar, pero nada nos garantiza que el eventual comportamiento militante y disciplinado del correísmo, primero, se vaya a producir; y segundo, si pueda ser contrarrestado por un comportamiento similar de sus adversarios, más aún ahora que se encuentran divididos entre quienes postulan el voto nulo y quienes han elaborado –como Nebot– su propia lista de consejeros a elegir. En medio de la dispersión imperante, con tanto desconocimiento de los candidatos, y un número tan grande de nombres entre los cuales escoger, mi impresión es que el resultado será fragmentado, y que el consejo caerá en manos de unos personajes desconocidos y con muy pocos méritos, como hemos podido constatar en la escasa información disponible sobre cada uno de ellos.

Los daños y distorsiones que el CPCCS crea en el sistema institucional de la democracia son profundos. Si ese burdo invento seudorrevolucionario surgió para corregir los defectos de la democracia representativa –a través de lo que la Constitución de Montecristi llamó, eufemísticamente, un poder ciudadano– en la práctica fue un experimento fallido. Produjo, primero, un desbalance de poder entre el propio Consejo y el Parlamento. Segundo, al transformarse en una instancia dominada por el ejecutivo, amplificó el poder del presidente, al tiempo que generó las condiciones para una corrupción generalizada. Y, tercero, los ciudadanos nunca vimos en el Consejo un espacio que nos movilizaba para controlar al poder político; al contrario, nos neutralizó y paralizó.

A pesar de toda la evidencia, no deja de sorprenderme que recién ahora, cuando tenemos que elegir a sus integrantes, tomemos tan en serio su eliminación como objetivo imperioso de la reconstrucción democrática. No recuerdo este mismo debate cuando el actual Gobierno, aún sin saber hasta dónde debía llevar la descorreización, propuso, para la consulta de febrero de 2018, elegir a los miembros del Consejo, en lugar de su eliminación. El anticorresísmo nos llevó, en ese momento, a una miopía tan coyunturalista que nos sacó del debate más conceptual. Y luego creímos que un Consejo transitorio, encabezado por alguien tan digno como Julio César Trujillo, podría reinstitucionalizar la vida democrática. Un año después, nos encontramos en el mismo punto de partida.

Con tanta dispersión política, dudo –pero puedo equivocarme– que el correísmo vaya a ganar las elecciones de consejeros, por eso creo que el voto nulo trae menos riesgos del imaginado. En cambio pienso, como una importante corriente de analistas y políticos, que anular el voto puede crear efectivamente las condiciones para deslegitimar al Consejo y forzar una reconstrucción del modelo democrático, tarea urgente que el Ecuador no puede postergar.

(O)