Cuarenta y siete años pasó la reina Juana I de Castilla encerrada en Tordesillas, soportando todo tipo de maltratos y humillaciones, por el simple hecho de ser mujer. En este siglo XXI, en el que las luchas más urgentes parecen ser las de las mujeres y de las comunidades LGBTI, vale la pena devolverle la voz a quien fue silenciada en la otra historia universal de la infamia. Ella nunca estuvo loca, como se dijo. Su locura fue el argumento jurídico y político que utilizaron su esposo, Felipe el Hermoso; su padre, Fernando el Católico; y su hijo, el emperador Carlos V, para arrebatarle el trono que por derecho le correspondía.

La literatura que sigue los destellos del filósofo Walter Benjamin es fascinante, precisamente, por su capacidad de construir la memoria histórica. Hace meses llegó a mis manos el poemario Juana I, de la poeta argentina Ana Arzoumanian. Gabriel Amor hizo la traducción al inglés. “Lo que yo necesito es una boca” es el verso, lleno de justicia, con el que se inicia el proceso creativo en el libro: un proceso que, al servirse del lenguaje, crea realidades y le restituye a esa monarca olvidada su cuerpo, su deseo, su voluntad. “Estiro las piernas, te abrazo. Echada sobre vos, paso con fuerza todo mi cuerpo por el tuyo. Lloro. No estoy loca”.

En el 2005, la novelista nicaragüense Gioconda Belli se aproximó al personaje desde la narrativa. Su protagonista es una joven centroamericana que estudia en un colegio de monjas de Madrid en la década de los setenta. A sus 17 años inicia su vida sexual con un historiador doce años mayor, obsesionado con la reina Juana I y con la idea de que su vida se disuelve por una conspiración y no por una patología. El pergamino de la seducción explora el universo femenino y su búsqueda de libertad desde la realidad de la piel, el descubrimiento del placer y la intimidad del lenguaje. Es, además, una novela que en nuestros tiempos ya no se le toleraría a un autor hombre.

El libro, en cualquier caso, fue un regalo generoso y oportuno. Quiso darme valor y me lo dio. Belli en él se permite nadar con soltura en la vida, la cultura y las formas de poder de aquel momento medular de la historia Occidental: la conquista de América, la expulsión de los moros, la ascensión de España como potencia hegemónica y la de los Austrias como dinastía universal. Pero, fundamentalmente, la nicaragüense demuestra su maestría como narradora, construyendo un personaje complejo que, con todos los claroscuros de su humanidad, es reivindicada.

Los novelistas, en ocasiones, operan como captadores de mensajes que surgen desde la historia de los vencidos, los humillados, destruidos, muertos, olvidados. “Al menos –escribe Belli–, en el proceso de ser anulada, (Juana) gritó y pateó lo suficiente como para que, a siglos de distancia, podamos ahora apreciar la constancia de su rebeldía”. Pese a ser la hija y heredera de la poderosa Isabel la Católica, no pudo evitar que las intrigas de Estado la destruyan. No la salvó el amor de su amado. Su padre le arrebató la libertad. Y el emperador que parió agradeció su lealtad –en 1520 Juana se negó a tomar el poder durante el levantamiento comunero, que tuvo entre sus consignas devolverle el trono– ordenando a sus carceleros que, de ser necesario, la obligasen a asistir a misa y a confesarse mediante métodos de tortura.

Antes y después de la reina Juana se ha utilizado el calificativo de “locas” para denigrar a las mujeres, restar fuerza a su opinión y a sus luchas. La literatura, sin embargo, nos da el poder del doble plano, para ver las oscuras intenciones que sostienen esas acusaciones. El único deber de los libros, como pensaba Kafka, es herirnos y partir el mar de hielo que llevamos dentro; pero en determinadas ocasiones, cuando ese hielo se parte, surge la posibilidad de desnudar a la Historia, en sus convenientes mentiras. Entonces, nuestro deber es rehacer esa historia. Ya Juana I de Castilla no será nunca más Juana la Loca. Y su vida de vejaciones ya no es oscura. Es y será de resistencia. De vitalidad. De luz.(O)