Después de dos décadas de dominio y presencia chavista, la otrora próspera Venezuela ha tocado fondo y lamentablemente termina reducida a una forma de estado fallido, al ser incapaz de ofrecer servicios y seguridad a sus ciudadanos, pues, como es conocido, lo que deja la revolución bolivariana y ese fracasado experimento llamado socialismo del siglo XXI en todas sus versiones es una economía devastada e inmersa en una incontenible espiral hiperinflacionaria; corrupción abierta y generalizada, penetración del narcotráfico en las altas esferas del poder político y militar, carencia crítica de alimentos, medicinas e insumos y ahora inclusive se agrega la falta de luz, como resultado del colapso del sistema eléctrico y la consecuente declaratoria, por parte de la Asamblea Nacional, del estado de alarma, para enfrentar una crisis que es producto no de un ataque cibernético como lo sostiene el sátrapa, sino como resultado de la podredumbre e ineptitud manifiesta del régimen de Nicolás Maduro Moros, que ha derivado en la mayor crisis humanitaria en esa golpeada nación.

En lo político, el desastre venezolano no puede ser mayor al haber destrozado a la democracia y sus principales fundamentos. Lo que se advierte en casi la totalidad de sus instituciones es su cooptación por parte del Ejecutivo, anulando con ello el concepto tradicional de la división de poderes que, precisamente, es lo que distingue y caracteriza a un sistema democrático real, con capacidad de limitar y controlar a la autoridad a través de la activación natural de pesos y contrapesos. Por el contrario, lo que se evidencia es la presencia de un régimen autoritario, despótico hasta el hueso, que ha sustituido el estado moderno de derecho por una especie de monarquía medieval que pretende a cada momento, cobijándose en los principios de soberanía, autodeterminación y no intervención, reproducir a su sabor, desde la Presidencia de la República, la visión de un gobierno absolutista que defiende a rajatabla la frase: “El Estado soy yo”.

No obstante, con el liderazgo de Juan Guaidó, presidente interino de Venezuela, se ha intensificado el cerco diplomático al usurpador, pero –sobre todo– ha permitido sumar voluntades en el interior de ese país para consolidar y unificar en un solo frente a una dispersa oposición, que ahora exige con fuerza y determinación la salida del dictador y con ello, por un lado, enterrar políticamente al chavismo y, por otro, conducir a sus principales dirigentes y sus acólitos, ante los tribunales de justicia nacional e internacionales, por corrupción y crímenes de lesa humanidad, producto de los brutales asesinatos y detenciones arbitrarias cometidas en contra de ciudadanos cuyo único delito fue ejercer el derecho constitucional a la protesta y resistencia.

Lo cierto es que al Palacio de Miraflores ahora llega con nitidez el grito de todo un pueblo que está dispuesto a inmolarse, de ser necesario, por romper cadenas ideológicas y recuperar su libertad. Nicolás Maduro está cada vez más solo. Lo que hay es la agonía de un dictador, preso de su conciencia, encerrado en cuatro paredes y en completa penumbra. Esto, simbólicamente, tiene un valor determinante ya que, como sabemos, cuando más oscura es la noche, más cercana está el alba.(O)