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Los humanos somos seres raros. Cuando nos topamos con un personaje histórico desconocido abrimos enciclopedias para salir de la inesperada ignorancia. Esto acaba de sucederme. Un amigo me envía tres canciones interpretadas por Beniamino Gigli (desconocido para este ignorantón en clasicismos de principios del siglo XX). Los libros me dicen que nació en 1890 y murió en 1957, aplaudido como un tenor lírico de gran valía. Escuchemos Mattinata, O sole mio, Santa Lucia: un ‘boccato di cardinale’. Cuando oí O sole mio supe que lo conocía, lo había borrado ya de mis registros.

De tanto vernos, encontrarnos y ‘desconocernos’, ciertos congéneres llegamos a ser ‘conocidos ignotos’; nos cuesta golpear la puerta; algo nos impide un apretón de manos o el inicio de una conversación con esas preguntas sencillas que todos las conocemos. Normalmente el sitio de encuentros son un supermercado, la tienda de la esquina, el mercado de mariscos, la panadería, escuelas y colegios, inclusive el templo; rezamos a un mismo Dios desde esquinas opuestas; miramos al altar y nos transfiguramos, pero no nos inmuta la pareja, el niño o los ancianos que están muy cerca. De estas divagaciones, amigos de EL UNIVERSO, nacerán algunas semblanzas de coterráneos nuestros que respiran y suspiran como nosotros, pero que cada uno lleva a cuestas su propia historia y factura.

Con mi compañera de ruta –mi esposa– en 1988 empezamos a frecuentar Salinas; desde hace quince años somos ya sus residentes. Conozco gente en los mercados de La Libertad, Santa Elena y Salinas. Con ellos saludo, me río, hago bromas, busco rebajas, me disgusto por la pesa inexacta. Así transcurren los años. Desde hace pocas semanas el puesto de Tomasa está vacío; ella me vendía conchas, almejas y mejillones. Me cuenta su hija que murió repentinamente. El enfermo era el esposo: él le sobrevive. Antojos de la muerte. Siento la partida de una persona afable, cortés, amiga.

Hace quince días estuve en el mercado de Salinas. Siempre admiré la paz, parsimonia, bondad y capacidad de servicio de dos esposos, expendedores de fruta. Para mí ellos eran dos auténticos hijos del altiplano, compañeros de cordillera, enamorados del campo y querendones de la familia, pero valía estar seguro de aquello de lo que yo no dudaba. Volví al mercado para raspar el cocolón. Un apretón de manos, dos preguntas inocentes y ya éramos viejos conocidos.

Tomás y Manuela me cuentan que son de Cajabamba, que viven en La Libertad desde hace más de veinte años y que vender fruta en el mercado de Salinas ha sido para ellos ocasión para conocer a mucha gente buena. Tienen seis hijos, todos radicados en la Península y muy trabajadores, todos formaron ya sus hogares. ‘Mis nietos están en la universidad’, me dice con satisfacción. Tomás no conoce el orgullo. Hablamos de Colta, Balbanera, Cajabamba, Riobamba; su mujer lleva las cuentas: tiene aseguradas las finanzas. ‘Era muy fiestero’, me dice Tomás. Desde hace ocho años ya no regreso a Cajabamba; mi vida la hago en esta hermosa provincia que nos acogió.

Bien vale conocer a quienes están cerca de nuestras vidas. ¡Cuánto antes qué mejor! (O)