Varios e inolvidables libros de nuestra literatura continental se ocupan de las historias de los defensores de derechos humanos. A muchos de nosotros, El olvido que seremos (Planeta, 2006), de Héctor Abad Faciolince, nos sucedió como una tragedia personal: el asesinato del progenitor del autor, un connotado defensor de DD.HH. en el contexto de la violencia en Colombia. Otro libro de esa naturaleza lúcida, que implica un riguroso ejercicio de memoria histórica y justicia, es Noviembre (Planeta, 2015), del escritor salvadoreño Jorge Galán sobre la masacre por parte del ejército salvadoreño a seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), la madrugada del 16 de noviembre de 1989.

La publicación de la novela obligó a Galán a exiliarse en España, ya que recibió amenazas de muerte casi 30 años después del crimen. A veces, la literatura que topa temas históricos, opera con mayor rigor que la justicia de los seres humanos y ofrece otro tipo de resarcimiento, que es la memoria. Walter Benjamin, filósofo saturneano, decía que “la historia no es solo una historia de los triunfadores, los dominadores, los supervivientes, es primariamente la historia del sufrimiento del mundo”. Muchas veces los defensores de DD.HH. son parte de esa otra historia, la de los oprimidos.

El Dr. Juan Pablo Albán participó el pasado 6 de diciembre en la audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), como defensor de las familias de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra, el equipo periodístico de El Comercio asesinado durante una cobertura en la frontera. Albán cuestionó a Ecuador y Colombia por la falta de una investigación rigurosa de los hechos y criticó la pretensión de ambos Estados de no responsabilizarse por el secuestro y el asesinato.

A mediados del 2018, el Gobierno del Ecuador, por medio de su canciller José Valencia, comunicó a Albán su decisión de postularlo a comisionado de la CIDH para el periodo 2020-2023. Por las reglas de la Organización de Estados Americanos (OEA), sólo los Estados pueden postular candidatos; sin embargo, los comisionados no representan a los gobiernos que los postulan, son autónomos, independientes, operan como jueces, ejercen el Derecho y expresan de forma motivada las responsabilidades de los Estados por medio de sus informes.

Luego de la participación de Albán en el equipo defensor de los periodistas asesinados de El Comercio, el Gobierno de Lenín Moreno decidió como represalia no presentar su candidatura, que ya había despertado el apoyo de varios países y organizaciones. Aparentemente, la decisión –como todas– vino del ‘chiquicomité’, cuyos miembros han demostrado con creces que no les importa pasar sobre los derechos humanos para defender su obsesión por el poder: nada hicieron para evitar el comunicado xenófobo en el que Moreno anunciaba la conformación de brigadas para controlar la migración venezolana, animando violentas turbas que en Ibarra avergonzaron a la nacionalidad ecuatoriana, hechos tan atroces que podrían significar procesos ante los organismos internacionales.

Vuelvo a Benjamin. A la memoria. Recuerdo que cuando el correísmo logró que la CIDH pidiera a la Corte Interamericana medidas provisionales contra los resultados de la última consulta popular en Ecuador, un desesperado Lenín Moreno rogó a Albán que defienda los intereses patrios. Son graciosos y débiles los políticos cuando se ven acorralados. Renunciando a postularlo, el gobierno pierde y se desnuda en su pequeñez. Albán eligió la coherencia y defendió la memoria de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra. A los verdaderos defensores de DD.HH. no les interesa quedar bien con un gobierno efímero; su sitio es el de la vereda de al frente, junto a los atropellados, los que buscan justicia. Pertenecen a esa otra historia, la de Benjamin, la de los vencidos que no se rinden, la de los asesinados que merecen memoria, la de las batallas dignas y a veces perdidas, pero siempre justas. Solo una cosa no hay, decía Borges, es el olvido.