Un columnista no ofrece certezas, sino dudas. No da respuestas, genera preguntas.

La columna de opinión es un intento, a veces furioso, por entender la realidad y los sucesos que la determinan. Escribir columnas de opinión es mucho más una búsqueda que una seguridad.

Nadie ha salvado al mundo escribiéndolas. Son textos que, por lo general, se redactan para el olvido, pues cada día nacen y muren ediciones de periódicos.

Los columnistas no somos el Oráculo de Delfos. Es cierto, a veces escribimos como si lo fuéramos. Y es que un artículo es también un proceso creativo, literario, de lucha infranqueable con el lenguaje y su dimensión. Por eso en ocasiones parecería que ofrecemos verdades. Pero no lo hacemos, por más robusto que sea nuestro estilo. Lo que hacemos es levantar una lectura o una visión sobre un tema que nos interesa y luego la echamos a luchar con otras lecturas y visiones en la enorme e inmisericorde arena del debate público.

Hacer columnas de opinión implica no creer en los discursos oficiales. Y tampoco en los no-oficiales. Escribimos para confrontar ideas. Creemos en la magia de la discusión. En los diálogos, a veces álgidos, en donde la gente piensa distinto. Y claro, a veces nos equivocamos. Somos humanos. Por eso hacer columnas requiere de permanente reflexión, autocrítica y responsabilidad.

Hace años leí el huracanado poema que Cernuda le dedicó a quien fue el más grande columnista del siglo XIX en España, Mariano José de Larra, alma vagante que aún se queja. Pienso en Larra y me es inevitable creer que la labor de escribir columnas es un acto tanto de derrota como de redención. Tal vez por eso Cernuda decía sobre Larra: “Escribir en España no es llorar, es morir, / Porque muere la inspiración envuelta en humo, / Cuando no va su llama libre en pos del aire.”

En la historia del Ecuador constantemente se ha atacado a los columnistas que son críticos al poder. Escribir columnas de opinión, muchas veces, se convierte en un acto de profunda libertad.