dgst35@gmail.com

Existen vientos benéficos a favor de la educación. Empezamos a interrogarnos y a sentirnos responsables de la formación de las nuevas generaciones. Existen dos temas en el país que requieren mano firme, ideas lúcidas y la voluntad de hacerlo: el mejoramiento de la calidad de nuestra educación y el combate –real, no ficticio– a la corrupción. Los maestros debemos sentirnos llamados a presentar alternativas, tanto los jubilados, quienes llevan algunas décadas de trabajo activo y también quienes se inician: todos tenemos una misión idéntica y urgente.

El miércoles pasado, al referirme a mi profesor de primer grado, cometí un error. Don Arcentales, así lo llamábamos sus pupilos, no fue Remigio, su nombre era Ignacio. ¿Por qué lo recuerdo tanto? Porque fue ser extraordinario que marcó nuestras vidas. ¿Por qué no menciono sus títulos de tercero y cuarto nivel? Sencillamente porque no los tuvo y no los necesitaba. ¿Es posible retratar a Ignacio Arcentales con pocas pinceladas? Alto, nosotros éramos enanos; siempre sonriente y de palabra fácil: fue su magia; responsable y enamorado de su trabajo: como debe ser todo maestro; ingenioso, creativo; le gustaba hacer –hacer antes que ostentar sus habilidades–. Fue nuestro padre, nuestro abuelo, nuestro compañero, nuestro tío, nuestro amigo, nuestro hermano, fue todo lo que, quizá, a nosotros nos faltaba en el medio en que vivíamos.

Mi carrera docente se inició en Quito, en el colegio Normal Orientalista; allí me gradué de bachiller en Ciencias de la Educación el 13 de julio de 1956. En los dos últimos años estudiamos metodologías, psicología evolutiva, planes de clase, materiales didácticos y no recuerdo qué más. Las clases de demostración, es decir, cómo conducirnos en el aula, eran de mucho interés, curiosidad, temores y responsabilidad. Estudiamos con pasión. Nos gustaba lo que hacíamos. Todo esto fue preludio de aquello que más tarde haríamos como maestros o dirigentes de instituciones educativas. No era necesaria una licenciatura en esos tiempos, como bachilleres estábamos autorizados para enseñar en las escuelas primarias y la comunidad salesiana estaba autorizada, además, para con ese título enseñar también en la secundaria de ese entonces. Estas son las circunstancias históricas de mi formación como maestro; fue la semilla de realizaciones maravillosas, fue el primer paso para conquistar parte de mis sueños.

Finalizo con una simpática anécdota. La Tola es un viejo barrio quiteño. Allí nació el colegio Don Bosco, una maravillosa obra salesiana de humanidades modernas y también bachillerato técnico. En este centro educativo hice mis pinitos como profesor de Matemáticas en los primeros años de secundaria. En el segundo curso B, Gustavo, un joven nacido en Sangolquí, era muy amigo de Sebastián, compañero de aula. Gustavo con sus sonrisas, sus palabras y sus gestos me hacía la clase bastante difícil. Un día decidí cambiarle de puesto; entonces, al escucharme, él se puso de pie, estrechó la mano de Sebastián y le dijo con aplomo: ‘Si la ignominia cruel nos separa, seguiremos luchando por separado’. Se cambió de puesto, reímos por la ocurrencia y el agua se aquietó. ¡La vocación de maestro es un privilegio que hay que merecerlo! (O)