He vuelto y no recuerdo con precisión cuántos años han pasado desde la última vez que estuve, pero son décadas.

Sin duda el paisaje ha variado considerablemente.

Además, estoy en un noveno piso, a una altura insospechada en la primera década de mi vida, pero que permite tener una perspectiva extraordinaria y explorar hacia un horizonte que parece más lejano.

En la zona de San Lorenzo, hacia el norte, el mar ha respetado el límite que tenía la playa, pero ahora, al bajar la marea, muestra algo que antes la arena sobrepuesta impedía que se viera.

Son rocas que no sospechaba que existieran y que ahora dificultan el ingreso al mar y el baño, durante la baja marea.

Las rocas que estaban descubiertas en mi infancia y adolescencia siguen allí y reciben visitas, mas yo no las fui a ver de cerca, pues me invadió la nostalgia…

No están mis compañeros de aventuras, con quienes buscábamos pulpos y nos bañábamos en perfectas piscinas naturales.

Las instalaciones para la extracción de petróleo que estaban en la zona, cuyo ritmo de movimiento era inalterable, han sido parcialmente reemplazadas por edificaciones y zonas de circulación, así que su denominación, Petrópolis, tiene poco sentido para mis nietos.

¡Vaya que han cambiado San Lorenzo y Salinas!

Pero no todo: el faro instalado en La Puntilla sigue encendiéndose y apagándose con su mismo ritmo, durante las noches, con la frecuencia que aprendimos a reconocer hace tantas décadas.

Ya no están mis tíos, que fueron como mis padres, ni dos de mis primos que han sido como mis hermanos.

Los recuerdos de las vivencias familiares en las décadas de finales de los cuarenta, los cincuenta y principios de los sesenta, se agolpan y debo seleccionarlas para expresar, a quienes me acompañan, solamente aquellas que no sirvan para incriminarme como “chocho”.

Así que selecciono anécdotas y paso el escrutinio, porque el afecto encubre las deficiencias propias de la edad.

El gran cuestionamiento es: ¿Todo ha cambiado?

La respuesta es ¡No! ¡Todo no! Pero sí gran parte del mundo exterior, pero yo también.

He preferido no ir a la playa y al mar, quedarme pensando, reflexionando y escribiendo.

Me doy cuenta de que hay prioridades que deben atenderse, que la inspiración debe ser considerada y preferida, pues a veces no regresa y se pierde, por eso se dice que la ocasión la pintan calva y que los olvidos cuestan caro.

También aprendemos con los años que los juicios de valor pueden variar al conocerse nuevos elementos y, sobre todo, que conviene cotejar el presente con el pasado, para programar mejor el futuro.

Me parece que un poco de nostalgia nos viene bien a todos, como estímulo para agradecer las bondades recibidas, ofrecer disculpas por los males irrogados y comprometernos a esforzarnos para cumplir a cabalidad con el rol familiar y social que nos corresponde, por ser quienes somos.

¿Conviene regresar y dejarnos interpelar por la nostalgia, aunque sea de vez en cuando, o debemos huirle? ¿Sería tan amable en darme su opinión? (O)