¿Qué significa esta proliferación (con perezosa reposición incluida) de narconovelas colombianas y mexicanas en nuestros canales de televisión, sobre todo en los dos de mayor sintonía y cobertura nacional?

Los canales podrían argumentar que es un tema actual, que interesa a un público ávido por estas “edificantes” historias que captan su preferencia, y que venden publicidad en los horarios estelares para adultos. Pero la exaltación ambigua y antigua del “enemigo público número 1” precede a la explosión del narcotráfico. En otro momento, era el romance de los Dillinger, Caracortada, Luciano, Bonnie y Clyde el que causaba la puesta en escena de narraciones que cautivaban a los espectadores, los que oscilaban continuamente entre la admiración secreta por sus hazañas, la envidia inconfesada por sus excesos, y la tranquilizadora reconvención moral cuando finalmente triunfaban los agentes de la ley y la justicia.

Para la mayoría de los hombres y las mujeres, y de manera inconsciente, la figura seductora del “patrón del mal” es la reedición presente del padre de la horda primitiva, del que hablaba Sigmund Freud. Es la nueva versión del macho omnipotente e ilimitado, que posee a todas las hembras, que está por encima de la autoridad, y que constituye la sola excepción a la castración simbólica, es decir a la falta que regula nuestra sujeción a la ley y al lenguaje, y que norma las relaciones entre las mujeres ordinarias y los hombres comunes. Es la excepción a la regla que fija las reglas para los demás sin someterse él mismo a ninguna de ellas. Es la figura mítica que yace en el origen de la sociedad y la cultura, que periódicamente parecería reencarnarse en estos personajes o en algunos líderes políticos que suscitan admiración, emulación y confrontación, por igual. Son los todopoderosos que compran gobiernos o acceden a ellos, o que inyectan dólares en una economía fallida y menesterosa de exportaciones e inversiones, como la ecuatoriana.

Pero la exaltación del capo revela su impostura ante la realidad del incendio del centro de rehabilitación de drogadictos que mató a dieciocho jóvenes, recientemente en Guayaquil. La ficción glamorosa de “chapos”, “choros” y “chemas” rodeados de “muñecas” contradice la verdad infrahumana de adolescentes encadenados a las camas por madres llorosas y suplicantes, a las que no ofrece alternativas un Estado que está perdiendo la batalla contra el tráfico y consumo de sustancias en el orden económico, estructural y clínico. La multiplicación de clínicas sin permiso testimonia la incapacidad estatal para proponer opciones en todos los campos. Una incapacidad que se disimula con la reacción inmediata, transitoria y punitiva de la “clausura” televisada de estos centros, pero sin presentar nada a cambio de ello. Porque somos buenazos para perseguir y “clausurar”, pero no tenemos iniciativa, recursos ni creatividad para abrir y curar.

Entonces, la multiplicación de las narconovelas mentirosas es un efecto de la colusión entre la seducción comercial que apela al inconsciente de los televidentes, la falta de imaginación, alternativas y producción propia de nuestras televisoras, el desorden de nuestras familias, y el fracaso de nuestras políticas económicas, terapéuticas y educativas como Estado. Tenemos “narcos” para rato, en la pantalla, en los colegios y en todo lado. (O)