No creo haber sentido tanta vergüenza de mi país y de muchos de mis compatriotas como la noche del domingo anterior, cuando las turbas iracundas de odiadores entraron a los hostales donde se alojaban migrantes venezolanos y de la forma más violenta sacaron sus pertenencias a la calle para quemarlas. Las caras de niños y madres encarnaban el terror. Mientras esas imágenes llenas de maldad inundaban las redes sociales y la prensa, pensé en la historia del Ecuador y en lo incapaces que somos, que siempre hemos sido, de ser empáticos.

Despojar a ciudadanos venezolanos de sus pocas pertenencias y aterrorizarlos es un acto crudamente inhumano. Lo que sucede en Venezuela, es una de las historias más dolorosas de nuestros tiempos: una dictadura criminal se aferra al poder mientras el país entero se desmorona. No sólo migran por valientes, sino por desesperación. Por hambre. Lo hacen porque todos los seres humanos tenemos derecho a soñar con un trabajo, una educación para los hijos, seguridad en las calles. El feminicidio de Diana, un caso que encarnaba la violencia machista contra las mujeres, se convirtió –y un ignorante comunicado del presidente Moreno contribuyó a eso– en un caso de exacerbación infame de la xenofobia. ¿Los ibarreños hubieran reaccionado igual si el asesino era ecuatoriano? Me pregunto, ¿olvidamos tan fácil que el ecuatoriano es un pueblo migrante? ¿Y si los países donde migrantes ecuatorianos cometieron delitos hubieran reaccionado así contra nuestros compatriotas?

La especie humana está caracterizada por la permanente diáspora desde que los primeros seres del género homo salieron de las cavernas y emprendieron la larga marcha que los llevó a los confines del planeta. Los humanos tenemos el derecho a migrar y ese derecho es sagrado. El maldito nacionalismo es una de las enfermedades más absurdas que nos han acechado y que, pese a las guerras fratricidas de los siglos, seguimos acogiendo. No niego, sin embargo, que la violencia contra los venezolanos me dolió especialmente. No sólo porque con ellos compartimos una fascinante historia emancipadora ni porque dos venezolanos, Bolívar y Sucre, condujeron en primera instancia ese proyecto americano que hoy seguimos debatiendo y procurando alcanzar.

Pienso que existe una hermandad más íntima y que esta se cifra en la lengua que hablamos. Mi patria es la lengua castellana. Las lenguas castellanas que se hablan en cada rincón del continente y que, desde diversas ópticas geográficas y culturales, nos permiten un imaginario común. América Latina, en su dimensión más diáfana, nos hermana, porque de ella somos parte. Venezuela, quizá uno de los países más ricos de la región, acogió durante décadas a migrantes ecuatorianos, entre ellos el escritor y periodista Alfonso Rumazo, exiliado de la dictadura de Federico Páez. Rumazo encontró acogida en la lengua venezolana, la de Rómulo Gallegos y también la de Domingo Michelli.

Para escapar de las imágenes de horror que mis compatriotas protagonizaron en contra sus hermanos, me refugié en la literatura venezolana. Tristicruel, el libro de cuentos de Domingo, retrata una Caracas que sobrevive a una distopía impuesta y a la consolidación de una estética en donde converge el barroco y el esperpento. Si bien la prosa de Domingo permite vislumbrar las formas ingeniosas y nunca carentes de humor de la gente común, que quiere sobrevivir a las tragedias diarias y lo hace, también es un ejercicio liberador desde las palabras. La lengua venezolana iluminando el futuro.

Los grandes relatos de nuestra América emergieron de Venezuela, desde los poderosos líderes de la independencia hasta los jóvenes que en estos días luchan con todas sus fuerzas para recuperar la democracia y la libertad. La historia, diría Lupe Rumazo citando a Leopoldo Zea, la hacen los hombres concretos y la padecen los hombres concretos. Los venezolanos encontrarán su destino y alcanzarán la paz, porque tras 20 años de un lenguaje falso, arbitrario, retórico, violento y manipulador, su lengua comienza lentamente a recuperar los significados de las palabras. La libertad hoy no es sustantivo inerte en discurso demagógico. Es verbo rector. Es cuestión de tiempo, ninguna dictadura resiste a las palabras que despiertan la consciencia.