Había escrito, para presentarlo en este espacio, un texto que abordaba temas que invitaban a la reflexión ponderada sobre algunos aspectos relacionados con los derechos humanos y nuestra historia y cultura. Sin embargo, no lo publico por la vorágine social en la que estamos, producto de las deplorables circunstancias que marcan la realidad y el estado anímico nacional. Es como si nos encontráramos en el centro de un torbellino truculento, macabro y decadente definido por la alevosa y desafiante violencia, la purulenta corrupción que arrasa y debilita, y por el caos generado por esas circunstancias y por nuestras voces que airadas e impotentes se alzan en contra de esta realidad.

Es que hemos creado un escenario en el que están, entre otros, hechos como el linchamiento de Posorja, los mortales ajusticiamientos en comunidades indígenas, la violencia ancestral y omnipresente contra las mujeres, el debate virulento sobre la vida humana, los crímenes que a diario son noticias de primera plana, la contenida ira ciudadana que explota cada vez que se presenta un acontecimiento con el cual no estamos de acuerdo, las muertes diarias causadas por conductores ebrios o absolutamente negligentes en el cumplimiento de sus responsabilidades, la agresión impune a policías y vigilantes de tránsito, la atroz violación cometida contra Martha en Quito y el salvaje asesinato de Diana frente a la ciudadanía y a las cámaras en Ibarra, la xenofobia inaceptable desatada en contra de ciudadanos venezolanos retratada por turbas enloquecidas capaces de cualquier atrocidad. Este panorama asuela, cual peste, al país y muestra el lado más oscuro de nuestra realidad ética que, claro está, no nos define totalmente, pero sí forma parte de nosotros.

Esta situación tiene como escenario de fondo a la institucionalidad pública y privada conectada con la actual dinámica del inevitable proceso de reconstrucción jurídica del Estado que se refleja en la incertidumbre ciudadana por el futuro del país y en ciertas manifestaciones como los comportamientos desvergonzados de algunos funcionarios que vociferan contra la corrupción cuando son parte de ella, y por el burdo e insultante enriquecimiento de ciertos políticos y ciudadanos a costa del erario público que para ellos representa una especie de cuerno de la abundancia que satisfizo y satisface su voraz vocación por el robo y el saqueo.

¿Qué hacer frente a este panorama desolador que no es solo nuestro, sino que está en la región y en otros lugares del planeta? Muchos alzan la voz y protestan, esa es una reacción natural. Desde el Gobierno se debe responder a ese clamor y a lo urgente, así como se debe precisar lo más importante para generar políticas que formen parte de la vida social ecuatoriana, basadas en el imperio de la ley y en sólidos procesos de formación académica y educación orientada a la convivencia. Desde la ciudadanía debemos mirarnos y ser conscientes de nuestros errores, del machismo ancestral que nos agobia, de la virulencia que marca nuestras discrepancias, de la viveza criolla que nos hace buscar el beneficio personal, familiar, clientelar y no el bien común. ¡No somos víctimas y debemos cambiar! Somos protagonistas, responsables de nuestro presente y de nuestro destino. (O)