La mirada abstracta del cuerpo de las mujeres, desde unos principios religiosos o metafísicos sin referencia al mundo concreto en el cual existe, se convierte en una coartada para restringir sus derechos y tolerar distintas formas de violencia en su contra. La oposición al aborto por violación en nombre de un principio abstracto de la vida, hoy en pleno debate en Ecuador, tiene como reverso indisociable suyo la tolerancia hacia la violencia masculina. No importa, incluso, si el violador resulta legalmente condenado. La violación es un acto por el cual la mujer es desposeída de su propio cuerpo; obligarla a tener el hijo/a si resultase embarazada como consecuencia del acto violento, negándole el derecho a decidir, significa perpetuar el acto de desposesión. La mujer sigue atada a su cuerpo como una prisión porque no puede decidir sobre él, alguien más –la sociedad, el Estado, el poder masculino, el fanatismo conservador– decide por ella.

La única forma de sostener el principio abstracto de la vida es sacándole al cuerpo de la mujer del contexto concreto, histórico, cultural y social de relaciones donde existe, situándolo por fuera de la forma específica que asumen las relaciones de género, con sus expresiones de poder y desigualdad largamente enraizadas en la sociedad y la cultura. Tanto las organizaciones de mujeres como el pensamiento feminista han mostrado hasta la saciedad el contexto donde se inscribe el cuerpo femenino. Y en estos últimos días, el Ecuador entero lo ha visto aterrorizado en la violación a una joven por una manada quiteña; y en el asesinato de una mujer de 25 años embarazada, madre de dos hijos –una niña de 5 años y uno de 3– a manos de su pareja. ¿Se puede imaginar agresiones más crueles y violentos? El naturalismo del principio abstracto de la vida quizá pretenderá situarlos como actos aislados, formas excepcionales de unos desadaptados, cuando expresan la violencia de género llevada hasta sus últimas consecuencias, al punto límite.

Convertir a la mujer en portadora de un principio abstracto de la vida, por fuera del contexto donde su cuerpo se constituye, crea, además, el espacio para que otros decidan por ella. Los otros le definen el sentido de su cuerpo y los límites de su propia voluntad. El Estado puede decidir sus derechos, lo que puede hacer o no con lo que lleva en el vientre, a pesar de que el embarazo haya sido fruto de un acto de violencia, de poder. Impedirle que pueda tomar una decisión, negarle ese derecho sobre su cuerpo, es dejarla sometida a la violencia en el mundo terrenal y concreto de las relaciones de género, como reverso del principio abstracto, por más alto y noble que pueda parecer el principio. La proclama del principio abstracto de la vida termina, quizá sin estar plenamente consciente, encarnando la violencia misma, legitimándola, permitiendo que esa violencia vea la vida, que la vida pueda ser el producto de la violencia. Es decirles a las mujeres su cuerpo no les pertenece, nos pertenece a todos; es desposeerla de su cuerpo, y ese cuerpo desposeído queda sujetado a otra voluntad, expuesto a la violación, y hasta puede ser encarcelado –¡imagínense ustedes la naturaleza del castigo!– si decide rechazar, con plena conciencia e incluso dolor de lo que hace, lo que vino de la violencia, la crueldad, la fuerza, el poder y la humillación. (O)