Nueve años, sentada en los últimos bancos de la iglesia observa con avidez y escucha con atención. Comenta entre dientes sobre lo que oye. Pide la palabra para leer textos bíblicos. Se integra al coro. Con físico desarrollado para su edad, y un cuerpito que moldea su raza negra, llama la atención con su enmarañado cabello y sus ojos inquisidores, de sonrisa amplia y dientes perfectos. La familia disfuncional no puede hacerse cargo de ella.

La encuentro dos años después en la escuela, de donde la quieren expulsar, vende droga que esconde entre los bloques a los cuales ha practicado agujeros que tapa con piedras.

Camina por el barrio sin rumbo y sin casa. Una profesora atenta descubre sus cualidades detrás de las malas notas. Es capaz de aprender cualquier texto largo de memoria sin problemas y los declama como si ella los hubiera escrito. En un acto solemne realizado en una universidad, la escogen para ¡dar el discurso de dos hojas! Lo hace con solvencia y gracia, sin leer, dice palabras que no entiende como si las entendiera y capta la atención de todos. Es el orgullo de las profesoras y compañeros. En la mesa directiva comentan sus cualidades y el futuro brillante que la espera.

Hoy, su cuerpo y su rostro desfigurados, con dos pequeños hijos, delgada y triste, se pierde por meses, aparece nuevamente de la mano de la pareja que le da la “mercancía” para vender y para consumir, agotar su vida y sus penas.

Él, en cambio, de enormes ojos asombrados, bajo, de ascendencia indígena, era un estudiante brillante, con las mejores notas. Su mamá trabaja todo el día, alegre, cordial, saluda a todos en el barrio y es querida por los vecinos. Con esfuerzo ha ido comprando los enseres y muebles de su hogar. El papá se esfumó. En la pandilla se hizo agresivo y consumidor. Buscó salir, me pidió ayuda. Un día vi que lo seguían, iba lívido. Lo interpelé y lo invité a la casa. Sin saberlo le salvé la vida.

A veces venía a pedirme dinero con cualquier excusa, no le daba, sabía que era para droga. Vació la casa de su madre y su hermana. Cayó preso. Fui a verlo. Los otros presos lo tenían barriendo corredores vestido de mujer. Me dolía todo lo que puede doler, el alma, el espíritu y los huesos.

Poco después que salió vino a verme con unos amigos, no quise recibirlo. No me tenga miedo me decía con ojos suplicantes.

Nos encontramos un amanecer en que yo venía caminando desde el centro de la ciudad y estaba cerca del puente 5 de Junio. Joven, de físico atlético, me hablaba de sus hijos y lo mucho que los quería. Se perdió en el manglar donde tiene su casa y consume, como muchos otros que allí duermen, la droga que la aniquila. Meses después la veo deambular, sucia, con ojos perdidos, suplicando un poco de comida, la sonrisa convertida en una mueca sin alma.

Dieciocho seres humanos han perecido consumidos por un incendio que ellos mismos provocaron buscando liberarse de la tortura del encierro, la abstinencia, la promiscuidad y el sinsentido.

Son cientos de miles los consumidores que no logran salir de las redes de la droga que degrada y mata. No podrán hacerlo solos. Y menos lograrán hacerlo si endiosamos y convertimos en héroes a los capos que sostienen con sus negocios todo un sistema corrupto. (O)