Los esfuerzos del Gobierno para enfrentar la crisis fiscal mediante la eliminación de los subsidios a los combustibles se han estrellado contra la lógica corporativa de la sociedad ecuatoriana, a la que el régimen ha cedido sin contemplaciones. La decisión política de enfrentar un tema crítico, después de tanto cálculo, drama social y político, termina diluyéndose en la negociación corporativa, mientras los objetivos de la medida –eliminar subsidios costosos y corregir las distorsiones de precios en la economía– encuentran nuevas opacidades y cuellos de botellas. Un paso adelante y dos atrás.

A la hora de implantar las alzas han pesado más el poder, la influencia, la capacidad de movilización y presión, el resguardo de intereses particulares de grupos, que la construcción de un sentido estatal de la vida social y política. Que se eliminen los subsidios claman todos, esgrimiendo argumentos liberales, pero con excepciones, aclaran. Jaime Nebot fue uno de los primeros en oponerse a la eliminación del subsidio al diésel para la industria pesquera, que paga 1,03 dólares el galón. Vinieron luego los taxistas: una movilización bastó para lograr una compensación mensual por el aumento de la gasolina extra. Siguieron los transportistas escolares y el transporte público para defender el precio subsidiado del diésel; cerró el desfile el reclamo de los camaroneros y atuneros para lograr una compensación que proteja –han dicho– su competitividad (y sus tasas de ganancia). El resultado: una política de exenciones que mantiene subsidios, deja intacta una estructura de precios distorsionada y limita la corrección del déficit fiscal. La defensa corporativa viene, además, rodeada de discursos grandilocuentes alrededor de lo popular para ganar universalismo. Nebot vincula los intereses pesqueros con la defensa de los pobres, y los transportistas con la reivindicación del pueblo.

Un liberalismo sui géneris, limitado, condicionado, opera en la economía ecuatoriana. Su razonamiento es simple: no nos toquen a nosotros, reduzcan el Estado, la burocracia y la inversión pública. El liberalismo se enarbola para condenar la excesiva presencia del Estado, sin sopesar bien todo lo que las sociedades pierden, en conjunto, cuando el Estado queda estigmatizado como el causante de todos los males. El diálogo y la concertación son estrategias democráticas saludables, sin duda, frente al autoritarismo de la imposición estatal, pero lo que hemos visto en estos días es la cesión de espacios políticos y de autoridad a grupos que defienden sus intereses corporativos por fuera del esfuerzo general de ajuste que requiere la sociedad para salir de sus angustias fiscales. La cesión de espacios termina diluyendo el objetivo general buscado con la eliminación de subsidios costosísimos. Cuando parecía existir un cierto consenso sobre la inevitabilidad de algunos ajustes; cuando el Gobierno había dado el paso complicado de revisar los precios de los combustibles, viene la negociación corporativa para mantener buena parte del subsidio.

Un paso adelante y dos para atrás. (O)