Alguna vez celebré la desmesura, la vida a contramarcha, la empecinada salida de los márgenes. Cada día debía tener su sobresalto, su ruptura del tiempo, pese a mi natural respeto por los horarios. Había siempre una tarea inmediata que realizar y otras a mediano y largo plazo. Los personajes que admiraba eran los que se saltaban las normas –“mi” Lord Byron, rebelde y escandaloso, “mis” Sartre y Simone de Beauvoir que dinamitaron la estructura de la pareja convencional– y creaban otras fórmulas de convivencia.

Luego aprendí que entre el tejido social y las definiciones personales hay un punto de armonía. Tal vez, que es un imperativo conseguirlo para sobrevivir más o menos indemne entre las luchas que estamos obligados a mantener por el hecho de movernos en sociedad. Cuesta mucho llegar a ese punto. A ratos, la contención de la fuerza interior sabe a fracaso, a hipócrita complicidad; en otros, que un acto personal es un desborde intimista, de esos que la sociedad “tolera” pero no respeta.

En materia de ideas, empezamos dentro del cascarón que nos dibujan nuestros mayores con sus palabras y comportamientos: “García Moreno fue un autócrata católico”, repetí yo frente a las monjas, por ser hija de un padre liberal. Y produje escándalo en el aula. Mientras me enseñaban catolicismo esculcaba los libros protestantes que figuraban en la biblioteca de mi casa. El choque abrió un camino propio que se hizo largo y esforzado, que tuvo una intensa etapa de búsqueda entre teologías en pugna hasta emerger, liberada pero solitaria, al desasimiento.

La persona humana es compleja e indefinible fue la conclusión del trajinar entre clases de psicología, acercamientos al psicoanálisis y lecturas diversas. Las diferentes formas de comunicar, los afanes del cuerpo por poner en palabras todo lo que siente y vivencia se atropellan en signos, a veces, inaprensibles. Pero se acepta que hay que lidiar con la contradicción toda la vida y que la paradoja constituye un nicho humano, donde cada forma de ser hombre, mujer y demás identidades, tiene derecho a encontrar su propia realización.

La condición de zoon politikon ha llegado a la desesperanza. La convicción en que la justicia y la construcción común son bienes conseguibles a través del diálogo y la deliberación, que las personas pueden ponerse de acuerdo para llevar a los Estados hacia el desarrollo se ha difuminado en el lamentable espectáculo de la irresponsabilidad política y la corrupción. La búsqueda del dinero por cualquier medio –o más que nada, en el quehacer público– nos distancia enormemente del acto de fe que es sufragar o participar en la circunstancia política. El bien parece una meta alcanzable solo en el estrecho círculo de los allegados: apoyar al enfermo cercano, consolar al que sufre, entregar relativo tiempo y proximidad a quienes necesitan una mano, convencidos de que eso es lo “único” que podemos hacer en pos de nuestras convicciones solidarias. Pagamos nuestros impuestos. Cumplimos con las leyes y las reglas. El gran bien común es una entelequia de la que se aprovechan los políticos.

Lo cierto es que anhelamos el equilibrio, aun cuando nos sabemos proclives a ser asaltados físicamente –en la puerta de nuestra casa–, o por emociones negativas o enfermedades inesperadas. En ese punto hay puesto para la convergencia de todo lo humano. (O)