La semana pasada la editorial Flammarion lanzó en Francia la última novela de Michel Houellebecq, Serotonina, y en español empezará a circular a partir de mañana. Ya empezó la avalancha mediática que siempre acompaña al novelista francés. Cuando publicó su penúltima novela, Sumisión, en 2015, salió el mismo día del atentado al semanario satírico Charlie Hebdo, donde murieron varios periodistas, entre ellos Bernard Maris, amigo del autor. Sumisión imagina una Francia del año 2022 en la que el político islamista moderado Mohammed Ben Abbes se convierte en presidente y el país se transforma: se impone el uso del velo, las mujeres dejan de trabajar para quedarse en casa, se instaura la poligamia y la educación deja de ser pública. En este escenario, el protagonista de la novela, François, profesor universitario y especialista en el escritor J.F. Huysmans, se queda sin trabajo y empieza un peregrinaje para reubicarse en la nueva Francia islámica.

No leí la novela cuando salió por un cierto escepticismo en la coincidencia mediática con el atentado a Charlie Hebdo. Me ocurre con frecuencia. Prefiero esperar algunos años hasta que ese ruido impositivo se disipa, y cuando ya no es un valor de moda, si el libro sigue circulando, entro en él. Houellebecq no tendría reparos en decir unas cuantas verdades sobre Francia y el Islam. No ha dejado de sorprenderme la manera en la que ha cambiado la vida en Francia a partir de todos los atentados islamistas. Se ha vuelto una sociedad extremadamente vigilada. Ya no solo los tríos de militares franceses que hacen rondas por calles céntricas y aeropuertos, sino unidades de seis o diez soldados haciendo patrullas. Un tópico paseo por París puede incluir un improvisado con cuchillo o un atropello en las veredas. Las novelas del autor de Ampliación del campo de batalla son un muestrario descarnado e irregular, con despliegues de honestidad y lucidez bien plasmados en las voces escépticas de sus personajes, donde el mundo, y Francia en particular, se va a pique. Los cataclismos de Houellebecq son de escala mayor y de amplio espectro histórico, pero nunca olvida al individuo concreto, sus protagonistas, donde todo resuena y tiene consecuencias. Y cuando digo irregular quiero señalar algo que seguramente al mismo autor no le importa, la perfección, pero que la hay en su segunda novela Las partículas elementales, que sigue siendo su obra cumbre. El mismo Houellebecq se reiría acremente de tener que sobrellevar un éxito inicial como un fantasma obligado a avanzar y producir nuevas novelas. Le debe importar poco, muy poco. Su escritura avanza por estricta necesidad: se percibe que está a la búsqueda de catarsis.

Sin embargo, algo diferente ocurre en Sumisión. Hay una veta profunda que apela a ese sentimiento católico francés que estremece porque se exhibe de manera descarnada y, al mismo tiempo, con una ternura que no me resulta extraña en autores como Houellebecq. Que el protagonista de su novela vaya al sur de Francia a visitar a la Virgen Negra de Rocamadour y se retire resignado a no poder recuperar una fe que se le aleja en la bruma de un pasado glorioso, y que termine unos días en la abadía de Ligugé, tal como lo hizo su autor estudiado, Huysmans, no tiene el aspecto de una novela de Houellebecq. Convertida Francia al islamismo, el protagonista también opta por convertirse al Islam y aceptar un trabajo muy bien remunerado en la nueva Sorbona financiada por los saudíes y, además, a disponerse a tener varias esposas, conseguidas por una casamentera. Esto lo narra en el último capítulo en tiempo condicional, gran recurso irónico del novelista. Sugiere que la religión o la fe, cualquier fe, obtiene fieles y acólitos cuando es triunfante y tiene poder o lo promete. François es un oportunista que quiere creer en una fe en la que se educó, pero que se somete, al no tener horizontes, a un islamismo moderado por nostalgia de una felicidad burguesa que descubre, a última hora, creyendo comprender a Huysmans. “El único verdadero tema de Huysmans era en verdad la felicidad burguesa, una felicidad burguesa dolorosamente inaccesible para el soltero (…) a sus ojos, lo que realmente representaba la felicidad era una alegre comida entre artistas y entre amigos”. Su relectura de su autor favorito es una adecuada acomodación.

Huysmans, la Virgen Negra de Rocamadour, la abadía de Ligugé. Todo lo que podría dar el aspecto de una novela rancia, explota por los aires en manos de Houellebecq. Quizá la novela no está resuelta con maestría, y las proyecciones milenarias no asoman como en Las partículas elementales, pero es un retrato político de Francia que no tiene pierde y que, miseria del historicismo, dio un giro o un paréntesis con el ascenso imprevisto de Macron. Los parlamentos del rector de la Sorbona, Robert Rediger, que vive en la mansión que fuera de Jean Paulhan, pero que es, sobre todo, el escenario de otra novela, Historia de O, de Dominique Aubry, una historia de dominación sexual, revelan por todo lo alto el discurso acomodado a los nuevos líderes en el poder. Refiriéndose a la novela de Aubry, Rediger sentencia lo que da título a la novela: “Es la sumisión. La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con esa fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta”. La oscura pulsión a la que entra Houellebecq no tiene que ver solo con el Islam, como se dijo cuando apareció la novela. De hecho, sabe introducirse en el lado moderado del islamismo, y entra a destajo con la decadencia católica. No dejaría pasar por alto esta novela que quizá no es perfecta –los riesgos no están hechos para la perfección– pero que incorpora, aunque deformado, un espejo. A fin de cuentas, las novelas superan su lectura inmediata y se abocan a ese viaje lento en el que las mejores siguen hablando. (O)