El 2018 llegó a su fin, dejando el ambiente político ecuatoriano revuelto por la paulatina eliminación de los subsidios a los combustibles.

Aún las voces más críticas admiten que una economía tan deteriorada no soportaba más los subsidios, de modo que aunque de mala gana, admiten la necesidad de las últimas medidas económicas tomadas por el Gobierno.

En lo que todos estamos de acuerdo es que esas medidas deben venir acompañadas de una contrapartida de sacrificio por parte del Estado. De una real reducción del gasto público, que no se limita a no renovar unos cuantos contratos o reducir demagógicamente los sueldos de los funcionarios públicos de primer nivel.

Por el contrario, en esta columna ya hemos dicho que los funcionarios de alto nivel del Estado deben ser muy bien remunerados, por la magnitud de las responsabilidades que asumen y la necesidad que tenemos de que actúen con honestidad y eficiencia.

¿Por qué la reforma aprobada por la Asamblea (que ya debe reposar en el escritorio del presidente Moreno) elimina la Supercom pero traslada su personal a otra dependencia estatal?

¿O acaso cuando cierra una empresa privada en Guayaquil o Machala, sus empleados los recoge el Estado?

¿Cuánto gasta el Estado en viáticos, por ejemplo?

¿Por qué tantos analistas 1, 2, 3, 4 o coordinadores en todas las empresas del Estado?

¿Cuándo tendremos una auditoría internacional independiente sobre la estructura organizacional del Estado, o por lo menos, de las instituciones con mayor volumen de personal?

¿Cuántos edificios tiene el Estado y cuántos realmente necesita?

¿Por qué para una audiencia judicial en Guayaquil (por ejemplo) tiene que venir desde Quito el abogado de la institución pública con su asesor, con todos los costos de desplazamiento que ello implica, y no simplemente asiste el asesor legal de Guayaquil que, en muchos casos, es quien conoce el caso a profundidad?

Hay muchos más casos y podríamos pasar meses comentándolos, pero este Gobierno tiene la obligación de sincerar el gasto público.

Porque detrás de todo este despilfarro que viene desde 1830 hay toda una perversa estructura que lucra del inflado gasto estatal y que activa a sus brazos políticos y gremiales cuando algún “iluso” pretende poner orden en casa.

Ese centralismo egoísta, parido desde el Estado pero sostenido fervorosamente desde ciertas élites del sector privado, nunca está dispuesto a jugársela por el Ecuador.

Sí, es hora de arrimar el hombro por el país, de acuerdo. Pero hagámoslo de verdad.

Que el 2019 traiga la consolidación de la democracia, a través del fortalecimiento de sus instituciones, y que el pueblo ecuatoriano en el próximo marzo termine de enterrar en las urnas a los causantes del mayor atraco de la historia republicana.

Que mi Guayaquil continúe por el camino del progreso en bienestar iniciado en 1992. Que nunca pierda la ruta.

¡Feliz 2019, amables lectores! (O)