Por Miguel Molina Díaz

Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé. En un par de horas, aterrizaré en Caracas. Ya quiero que se acabe el año. Escucho esa frase. Lo que pide y espera. Imagino que yo también lo perdí todo. La ilusión. El amor. La vida. Cuando todo se va al diablo, pienso en los Andes. La niebla helada del páramo. El olor a paja. Este año y el horror. Después del asesinato de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra, creo que nunca más volveré a leer un poema sin que me duela el cuerpo.

No quiero decir que la muerte de los periodistas me haya causado un sufrimiento mayor al que sienten sus familias, sino que hay tragedias que nos marcan moralmente, que dan dolorosamente sentido a las cosas que hacemos. O que dejamos de hacer. Tragedias, como el odio de Dios. Pienso en los cuerpos de Kathy Velasco y Óscar Villacís. Recuerdo el vídeo atroz. La impotencia. La indefensión. La pérdida de sentido.

La muerte, de las perdidas la más incomprensible y la irremediable. César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban con un palo y duro. Veo por la ventana el mar del Caribe. El año pasa por mis ojos: palabras y más palabras. Pienso en las amigas que se fueron: Martha Ormaza y Raquel Rodas. Venimos de la noche y hacia la noche vamos, decía Gerbasi. Pienso en las jóvenes vidas que la sanguinaria satrapía de Nicaragua asesinó a vista y paciencia del continente y del mundo.

Camino por Caracas y presiento que en el esqueleto que recorro una vez hubo una ciudad. Pienso en los amigos vivos que están lejos. Me doy cuenta de que Caracas es más que un esqueleto: es la historia viva de un continente roto. Las dos caras palpitantes de una moneda y de una memoria. Los ciclos que recomienzan la historia. Ojalá el futuro llegue a Venezuela y termine este período que es como un reloj parado. La antihistoria. Pienso en Quito, los lugares que más extraño, las personas que más evoco, los recuerdos que siguen vivos.

El 2018 como un aluvión y como un huracán. El poema de Gerbasi consta en su libro Mi padre, el inmigrante. Pienso en la caravana, no solo la más famosa sino la que lo simboliza todo. Los cientos y miles de venezolanos en la frontera de Ecuador y Colombia, los que llegan al Perú. Los cuerpos vejados, violados, destruidos, pulverizados, redimidos, salvados. Los niños de todos los países que buscar atravesar la frontera de México. Las mujeres cuyo sueño migrante fue eclipsado por el precio que la diáspora obliga a pagar a sus cuerpos. Son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos.

Se acerca el 31 de diciembre. Pienso en las llamas que arderán en las calles y en las cenizas que todavía con humo cálido recibirán el primer aire de un nuevo año. Ecuador, estos días azules y este sol de la infancia, ya sufro tu llegada, tu lejanía pesa sobre mi corazón. En los Andes, el pasado está al frente, iluminando el futuro, es lo único que vemos y conocemos. Yo no olvido al año viejo, por el horror y también por la capacidad que tenemos los seres humanos de levantarnos todo el tiempo. Y recordar a los amigos que se fueron. Luchar por su memoria. Y que así sea el nuevo año. Y la vida.