Poco antes de la elección por la Asamblea del nuevo vicepresidente de la República, recordaba yo que en la Constitución le habían constituido a la segunda autoridad de la República en un personaje inocuo, sin otras funciones que aquellas que, buenamente, le encargase el presidente, quien, además, se las podía retirar a su arbitrio, como ya lo hemos visto en la actual administración. Con esta anunciada nueva organización del Gobierno eso no ha cambiado sustancialmente; parecería que al vicepresidente le han dado mucho, pero en la práctica poco o casi nada. Le han encargado que “coordine” una media docena de unos llamados gabinetes sectoriales, que vaya uno a saber cuándo se reúnen y qué poder de decisión tienen; esos sectores gubernamentales estarán “presididos” por ministros. Según la Constitución –desde tiempos inmemoriales– son los ministros los que incurren en responsabilidades políticas, administrativas, civiles, penales. Eso no puede ser cambiado por el hecho de que esos gabinetes sectoriales les hagan recomendaciones o, peor, pretendan imponerle decisiones. El ministro es el que firma los decretos ejecutivos con el presidente de la República, y así se constituye en el responsable directo de lo dispuesto en esos decretos. El ministro dicta acuerdos, resoluciones, por sí solo. Al ministro, si es interpelado por la Asamblea, glosado por la Contraloría con responsabilidades administrativas, civiles y, aún, con presunciones de responsabilidad penal o acusado por la Fiscalía, de nada le servirá alegar que cumplía recomendaciones del Gabinete presidencial y peor de gabinetes sectoriales.

Quiero recordarle al país que el Gabinete presidencial fue solamente un medio de compenetración política de sus miembros. Hasta donde yo puedo dar fe, no se extendían actas formales, certificadas, de esas sesiones. No creo que eso haya variado mucho en la década última, en que se organizaban gabinetes itinerantes, informales, folclóricos, con una sola voz.

De todo lo anterior, se desprende que hace falta que el vicepresidente tenga funciones específicas, que en virtud de ellas, pueda ejercer autoridad, dar órdenes legalmente obligatorias. Eso no ha ocurrido con este encargo de coordinación de estos gabinetes sectoriales. Por mucho tiempo, en el pasado, el vicepresidente presidió el Congreso, luego presidió el ente de planificación. Tal vez podría pensarse en que presida el Banco Central, o algo así.

El presidente anterior le encargó al vicepresidente de la República dirigir los sectores estratégicos; en esta nueva organización, le han encargado el manejo de estos sectores al secretario particular del presidente, lo que creo traerá consecuencias. Sectores como el del petróleo, de la electricidad, de la minería y otros, están legalmente a cargo de un ministro, que es responsable directo de lo que en estas áreas ocurra y sus funciones no pueden ser transferidas al secretario del presidente. Los secretarios del presidente no deben ejercer funciones como estas porque comprometen al presidente de la República; ellos no responden políticamente ante la Asamblea.

Si lo que se quiso es darle funciones al vicepresidente, se buscó una fórmula que complica, enreda, a la administración, que debe funcionar como el mecanismo de un reloj: silencioso, constante, sin trabas, altos o desviaciones. (O)