En algún momento de la vida ya es imposible diferenciar si nuestros recuerdos los pescamos del hondo pantano de nuestra memoria o si son recuerdos de segunda mano (alguien nos contó lo que nos había sucedido) o memorias restauradas a partir de una fotografía. Yo, por ejemplo, ya no sé si realmente me acuerdo de ese árbol de Navidad de caña guadúa junto al cual aparezco en una vieja foto, sentada en las faldas de mi mami, mi ñaña con cerquillo y mi papá un imposible Papá Noel flacuchento y de barba negra. Pero ahí está, impresa a colores, la evidencia de que así celebré la Navidad de 1987. Ahí está esa niña que era yo y que vivía junto a la estación de buses de la Flota Imbabura (me encantaba esa palabra: flota). Esa niña a la que en año viejo la sacaban a recorrer la av. Amazonas y, de eso me acuerdo perfectamente, se sentía morir apachurrada entre la multitud y se quejaba hasta que le compraban una manzana acaramelada y su papá la sentaba en sus hombros para que viera los muñecotes. Reina de las alturas, hasta ella se elevaban la música, las luces y el humo grasoso de las parrillas.

Era yo esa niña a la que debían explicar que esas señoras que se tiraban encima del carro y nos mandaban besos para que les diéramos dinero no eran mujeres, pero sí lo eran: eran las viudas del año viejo. Pero yo las veía bailar tan contentas y con pintalabios tan rojo y me parecía que estaban felices de que se les muriera el viejo, por fin. A mí la verdad me daba igual que cambiara el año. Yo era de esas que siempre confundía los números y todavía no sé qué edad tiene la gente ni en qué día de qué año estamos. Pero me encantaban las fiestas de Año Nuevo porque los adultos a mi alrededor se ponían de repente de buen humor, como si todos hubieran recibido una buena noticia y esperaran en secreto una gran sorpresa. Descubrí que se entregaban a una ilusión colectiva: con las doce campanadas se liberarían de esa mala racha, de la pereza y la mala suerte, y nacería la voluntad de hierro, la disciplina que necesitaban para cumplir sus sueños. Ese estado de anticipación, la alegría inmaculada de lo que solamente se ha imaginado y todavía no se ha ensuciado al contacto con el mundo real, cuando nadie puede decir que fracasamos porque todavía no hemos empezado, cuando gestamos la posibilidad de la victoria, del éxito como un bebé en nuestro vientre... esa era la ilusión que ponía a los adultos tan chispeantes: cuando todavía nada ha sucedido entonces todo puede suceder: año nuevo, vida nueva era la secreta ambición que les brillaba en los ojos. O quizá era tan solo el efecto del alcohol.

Cada Navidad y Año Nuevo traen consigo un montón de recuerdos. Es como comerse un enorme pedazo de torta milhojas, no solo por el empacho con que terminamos el feriado sino porque cada celebración está hecha de mil capas, es la suma de todas las celebraciones...

Cada Navidad y Año Nuevo traen consigo un montón de recuerdos. Es como comerse un enorme pedazo de torta milhojas, no solo por el empacho con que terminamos el feriado sino porque cada celebración está hecha de mil capas, es la suma de todas las celebraciones: cada Navidad la acumulación de todas nuestras navidades, cada Año Nuevo la evocación de todos los que han pasado. Es lo que sucede con los rituales y tradiciones que se repiten una y otra vez, que intentan perpetuarse mientras todo a su alrededor cambia, adaptándose mal que bien al paso del tiempo. Cada Navidad desempolva el recuerdo de otras navidades: sacamos las cajas de la bodega, desempacamos los adornos enrollados en periódicos amarillentos con noticias que ya pocos recuerdan. Pero nosotros recordaremos en cada Navidad esa Navidad que pasamos enamorados de la persona equivocada. Esa Navidad lejos de casa, quizá la primera de muchas. La Navidad en que lloramos porque a la prima le dieron el regalo de tus sueños o cuando al ganso del pesebre se le disolvieron el pico y las patas porque se te ocurrió que entre los pastores quedaría lindo un estanque en miniatura con agua de verdad. La Navidad en que tu papá tomó demasiado vino o aquella en la que fuiste tú la borracha. La última Navidad con la bisabuela o la primera con la hija.

Y en la fiesta de Año Nuevo recordaremos tantas fiestas y promesas que nos hicimos y nos volveremos a hacer, porque quién te quita la ilusión de ilusionarte. Quién te quita los recuerdos: ese primer Año Nuevo en Alemania, los juegos pirotécnicos reventando el aire cual bombardeo mientras tú intentabas aferrarte a tus raíces prendiéndole fuego a un muñeco hecho de ropas viejas y aserrín. Y tan humano te había salido tu viejo que los vecinos llamaron a la policía para denunciar la barbarie de los extranjeros de al lado… Quién te quita los recuerdos.(O)