Las calles y plazas en Europa, América, etcétera, al acercarse la Navidad, aparecen vestidas de luces, cual soles imaginarios que encandilan a ancianos, a jóvenes y, sobre todo, a los niños.

Motivo hay: es Adviento y se espera el nacimiento del Redentor, Jesús el Señor, que místicamente reviven cada año los cristianos.

Ahora, muchos por fe y otros por cultura, ponen en sus hogares el Belén o nacimiento, o el misterio, esa decoración que evoca la paz que el Niño Dios trajo a los que le acogen.

En las iglesias son muy vistosos los nacimientos. Me paré ante uno espectacular. Me llamó la atención la figura de san José y lo arreglado del establo.

Pensé: Dios preparó a José para su misión y lo hizo habilidoso. Lo primero que haría en la cueva sería adecentarla. ¡Cuánta pobreza! ¿Por qué trataría Dios así a su Sagrada Familia?

Dios querría hacerles ver que Él es lo único esencial, y que para servirle y agradarle es necesario estar desprendidos de las cosas.

Se vieron solos, despreciados por los suyos: san José, de familia real, era de Belén y según las visiones de la beata Catalina Enmerick, sus hermanos lo infravaloraban porque no apreciaban sus habilidades manuales (era un “manitas”); ahora, el mesonero de la ciudad no admite a los santos esposos, ella a punto de dar a luz.

La Sagrada Familia palparía en la frialdad del posadero que el amor al dinero nubla la mente, endurece el corazón e impide notar la presencia del Señor y sentir el “estupor” propio de la Navidad “por el gran misterio de Dios hecho hombre” (papa Francisco).(O)

Josefa Romo,

España