La historia y la formulación de los derechos humanos son la historia de las aspiraciones de la humanidad, sus sufrimientos y sus carencias.

Se formula un derecho cuando no se lo tiene y se toma conciencia de que no puede ser así. Pero su enunciado no garantiza que se cumpla.

Decir que todos los seres humanos nacemos iguales es una utopía que se estrella con la realidad. No es igual un niño que nace en el país más pobre, República Centro Africana, y uno que nace en Catar, el país más rico; no es igual un niño que nace en Haití y otro, en Finlandia; pero tampoco lo es con alguien que nace en un campo de refugiados. No es igual una niña que nace en Mali, donde casi todas ellas pasan por la mutilación del clítoris; en Afganistán; o en Suecia, cuyo Parlamento es completamente igualitario, existe casi el mismo número de directores que de directoras y en los colegios todos los juguetes se apilan juntos, sin diferencia de género. Al igual que ha sucedido en Finlandia, todos los jóvenes de 16 años han recibido una copia gratuita de “Todos deberíamos ser feministas” de la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y la licencia por maternidad de 16 meses, es compartida entre padre y madre.

La manera como hablamos de los derechos humanos depende de dónde nos ubicamos para hacerlo. No hay una manera neutra y fácil de hablar de ellos, porque están enraizados, amalgamados con la noción y la práctica fundamental de la justicia y la equidad.

Porque no se puede elegir entre una u otra. No se puede elegir entre pan y libertad, ambas son necesarias y se necesitan. Como se necesitan los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos, porque somos seres en relación y no podemos vivir derechos individuales en sociedades que niegan los derechos comunitarios, la solidaridad. Por eso se han ido formulando y ampliando a través de los siglos y continúan explicitándose.

Nos hará falta formular el derecho a vivir éticamente, un derecho casi revolucionario, insurgente, raro, que permita a los seres humanos no perder sus empleos, ni su buen nombre cuando se niegan a realizar prácticas generalizadas de corrupción.

Por eso hablar de derechos humanos supone elegir desde dónde lo hacemos. Desde la formulación legal o la práctica real. De nuevo ambas son necesarias, pero el punto de partida está en la realidad. No se ve ni se vive igual el mundo desde un inmueble en Catar o una casa en Monte Sinaí.

Los derechos humanos llevan implícitos un estilo de vida, una capacidad de alegrarse profundamente con lo bueno, los avances de las personas, los pueblos, las sociedades, los países y a la vez demanda empatía, solidaridad y acciones cuando las injusticias niegan lo fundamental para vivirlos y torturan a las gentes, porque no tener acceso a la salud, a la educación, a la comida suficiente y buena, al respeto de todas las diferencias, también mata.

Los derechos humanos y su defensa generan conflictos. Estos son necesarios porque permiten buscar soluciones y avanzar en la construcción de un mundo mejor. No hay que tenerles miedo ni callar por miedo a turbar una paz irrisoria y barnizada.

Por eso hace falta un compromiso claro, personal y apasionado, para impulsar el derecho a la vida, la libertad y la relación amigable con todo lo que existe.

(O)