Si hay una forma de matar la democracia formal que tenemos es a través de una justicia complaciente. Su poder opera como la diabetes, disuade las acciones más heroicas, bendice las peores decisiones políticas y cuando se le acaba el respeto a las formas, recurre al absurdo, como la reciente justicia boliviana. Esta acaba de interpretar que el binomio Evo Morales-García puede volver a buscar una nueva reelección sostenidos en que ambos tienen “derechos humanos fundamentales” a presentarse a comicios a pesar de que un referéndum popular haya votado lo contrario. En una palabra, no sirve lo que dijeron a coro e interpretan los derechos fundamentales para avalar un crimen contra la democracia. Ante tamaño prevaricato no le queda otra opción al pueblo boliviano que levantarse contra la tiranía; y al gobierno de Morales, recurrir a la violencia, represión, exilio y muerte de sus opositores siguiendo el mismo manual de Nicaragua y Venezuela. La servil justicia boliviana le ha dado una estocada de muerte a la democracia de su país ante la mirada atónita de todos.

La imposición de un modelo autoritario siempre sigue el mismo recorrido y recurre frecuentemente al sistema de someter a cualquier autoridad que se le oponga. Esta en vez de salvaguardar los derechos comunes –los de la mayoría– interpreta la norma de forma antojadiza para darle un barniz de legalidad a un acto abiertamente contrario a la norma. La reacción de asombro ciudadano da paso luego a manifestaciones violentas que pretenden torcer las injustas decisiones tomadas mientras el gobierno endurece el puño para desatar trompadas contra el pueblo levantado. El toque de queda o las detenciones arbitrarias pasan a ser parte de un libreto donde al gobierno, como en el caso boliviano, no le importa llenarse la boca de pueblo para después reprimirlo aunque lo haya consultado y no escuche su mandato.

Todo el discurso popular queda a un lado ante la realidad manifiesta de un gobierno que se enfrenta a la misma realidad que dijo querer transformar cuando llegó por primera vez al poder. No dejar el mando se convierte en la razón de ser del mismo y en ese afán los jueces prevaricadores son funcionales a su propósito. La única manera de que el Estado de derecho sea tal en nuestros pueblos, será con una justicia independiente, autónoma y con coraje, que ponga fin a los excesos del poder político y sea capaz de sancionar los intentos de retorno a modelos autoritarios.

La gran depuración de nuestras democracias pasa por el camino de la justicia. Si ya hay un déficit en lo social y económico, la situación institucional es aún más grave y amenaza por igual a todos los campos del ejercicio democrático. Los jueces bolivianos han desatado una tormenta de impredecibles consecuencias y, como en otros intentos autoritarios, solo será el pueblo en las calles el que pondrá freno a aquellos que han violado la Constitución y las leyes. ¿Les suena conocida esta historia en América Latina?