El tiempo de Navidad remueve muchos afectos y soledades, y agrega preocupaciones a quienes sienten que el dinero no les alcanza para hacer frente a los gastos que la presión de los regalos requiere. Me conmueven muchos mensajes en las redes sociales: este fin de mes me quedo sin trabajo, tengo estas capacidades, agradezco a quien pueda ayudarme a conseguir empleo.

Y como es una celebración que supera el ámbito de la religión cristiana, intento comprender mejor qué oculta esta fiesta en su corazón repleto de luces, bullicio y soledades encubiertas, tristezas disimuladas y alegrías desbordantes.

La letra de un villancico compuesto por el padre Hugo Vázquez siempre me interpeló. Habla de María pidiendo posada y dice: está tan cansada que quiere llorar. ¿Cómo puede un sacerdote saber que se puede llegar al llanto a causa del cansancio extremo? Porque a mí eso me ocurría. Los apresuramientos de tener todo listo, de visitas y agasajos, de contentar a unos y otros terminaban por extenuarme. Pero el tiempo, que entre otros factores es un excelente maestro, me enseñó cómo disfrutar en medio de la vorágine de estos días, mantener la calma en posibles ajetreos y descubrir cada vez con mayor insistencia que hace falta “decrecer”.

El cuestionamiento al sistema capitalista que nos empuja a querer tener más a todos los niveles, se hace carne, no solo desde una ideología, una teoría, una práctica, sino desde lo más elemental de la experiencia humana. Medimos el desarrollo de los países por su grado de crecimiento, que finalmente llevan a un ritmo de vida esclavizante, saturado de horas de trabajo, plagado de estrés y cimentado en una competitividad que deshumaniza las relaciones, sostiene Margarita Saldaña en su libro La rutina habitada. Más, más, siempre más. Y en esa carrera hacia el poseer, ni siquiera quienes más tienen logran siempre la felicidad. Pero en el camino la mayoría queda al margen y solo tienen cada vez más unos pocos, que siempre necesitan más, piden más y lastimosamente en nuestro país, muchos roban más.

Y así me voy acercando a celebrar la Navidad como la fiesta del sentido. La fiesta de los encuentros en medio de tantos desencuentros. La fiesta que nos hace recuperar, valorar, amar la razón de ser de lo cotidiano, su profundidad. Ese cotidiano monótono donde se tejen las relaciones y se descubren las injusticias, donde se cuajan los cambios profundos. Donde se nutren las raíces y se adquiere fortaleza. Donde se aprende a respetar y a innovar. Ese cotidiano donde hay que descender para emerger, para descubrir el enorme entrelazado de nuestras vidas humanas donde todos estamos relacionados y somos responsables conjuntamente de la evolución y transformación común.

Es interpelante para los cristianos que Dios sea parte de la historia humana naciendo en una familia humilde y viviendo en un pueblo muchos años, aprendiendo oficios pero también observando injusticias y participando en fiestas. Tomándose el tiempo de mirar, admirar, cuestionar, para llegado el momento, como fruto maduro, proponer cambios trascendentales que impactan en la sociedad y requieren un compromiso personal de coherencia y de bondad. De riesgo y de certeza, de innovación y de fidelidad. De soledad y de amistad. Navidad es el tiempo de valorar más profundamente la belleza de lo cotidiano, lo rutinario, lo que da sentido y profundidad a lo que vemos, vivimos, esperamos y queremos. La fiesta del palpitar oculto de lo que da sentido a la vida. (O)