Las sorpresas que nos depara la relectura de los clásicos son inmensas porque estos siempre entregan sentidos de actualidad aunque hayan sido escritos siglos atrás. Tal es el caso de Robinson Crusoe, novela publicada por Daniel Defoe en 1719 como una historia fingida, esto es, un relato que presenta acontecimientos ficticios como si fuesen verdaderos. En las primeras páginas de este libro se puede hallar una teoría sobre el arte del vivir. El protagonista Robinson Crusoe tiene 18 años y, sin haber aún aprendido oficio alguno, empieza a contradecir el deseo paterno de que estudie abogacía.

En la primera escena el padre aconseja al hijo para que aquel no vaya al mar en pos de aventuras y dinero; más bien –piensa el papá–, valiéndose de sus contactos y con la dedicación necesaria, podría Robinson llevar una vida cómoda y placentera. Disfrutar un buen vivir, digamos. La conversación que ambos tienen es clara y amable: la búsqueda ambiciosa de fortuna y fama, indica el padre, está muy por encima o muy por debajo de sus posibilidades porque al hijo le corresponde “un nivel intermedio que podría llamarse ‘el nivel más alto de la vida inferior’”. El padre propone la mesura como ideal.

Según el padre, ese era –en la traducción de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba– “el mejor estrato social, el más adecuado para la felicidad del hombre, ya que no se estaba expuesto a la miseria, a las dificultades, al trabajo ni al sufrimiento de la clase social más mecanizada, ni se vivía avergonzado por el orgullo, la ambición ni la envidia de la clase más alta”. Hasta los mismos reyes se lamentaban de las terribles consecuencias de estar obligados a llevar a cabo grandes empresas y habían “deseado vivir en ese punto intermedio, entre lo sencillo y lo grandioso”. El padre reza para no ser ni rico ni pobre.

El hombre mayor rechaza los extremos e invita, a contracorriente de la propaganda capitalista, a encontrar la felicidad con valores que no se relacionan ni con fama ni fortuna. Por eso él está convencido de “que las desgracias eran idénticas para los de arriba y los de abajo, pero que los del medio, a diferencia de los otros, sufrían menos desastres y no estaban tan expuestos a las vicisitudes como los pobres o los ricos”. En esta novela el hijo desoye al padre y, después de ser vendido como esclavo, ser náufrago sobreviviente de piratas y caníbales, se enriquece como propietario de una plantación.

Pero en su apuesta vital el padre sabía que “aquel nivel social intermedio había sido creado para promover todo tipo de virtudes y alegrías, que la paz y la plenitud estaban a su servicio, que la sobriedad, la prudencia, la tranquilidad, la salud y la sociedad entera con todas sus tolerables diversiones eran bendiciones pensadas para quienes llevaban un nivel de vida intermedio… deslizándose por el mundo en medio de unas circunstancias favorables y probando con sensatez las dulzuras de la vida en vez de sus amarguras, sintiéndose felices y aprendiendo a ser conscientes cada día de esa felicidad”. O sea: vivir equilibradamente.

(O)